La SALUD de la Semana Santa
La Historia de Jesucristo será probablemente la más grande historia jamás contada. Más de veinte siglos nos alejan de unos sucesos originales que siguen transmitiendo una gran fuerza. El dolor y el sufrimiento no son culturalmente populares. La Pasión de Jesucristo supone una excepción cultural al hedonismo dominante, y quizás por eso aglutine tanto seguimiento y respeto como aversión. La Semana Santa además de subrayar el culto al sacrificio divino, subraya el realismo con el que el dolor y el sufrimiento forman parte de la vida.
La figura de Jesucristo suscita tanta adhesión como animadversión. La causa? Posiblemente la figura de Jesucristo –para unos histórica, para otros además religiosa, y para no pocos simplemente literaria- es atrayente porque transmite autenticidad, y con ello descubre nuestras luces y sombras. Todo lo que brilla también ensombrece.
El ser humano confunde a menudo sus deseos íntimos de felicidad con los de permanencia o eternidad, consciente como es de la finitud de la vida. Quizás eso explique su apetencia por las tradiciones, que con carácter cíclico se repiten para satisfacer su demanda de certezas.
El ser humano moderno o más bien posmoderno en occidente no es religioso sino emocional y ello puede explicar en parte, cierto auge de la religiosidad popular, más exo-dérmica que endo-dérmica, o al menos así lo ven muchos clérigos. Y es que la religiosidad popular es rebelde a la ortodoxia. Decía Oscar Wilde que Todo lo popular es incorrecto. Y eso podría decirse de las procesiones de Semana Santa, y la devoción popular, que son incorrectas porque el empeño del clero en canalizarlas hacia un más ortodoxo compromiso seglar dentro de sus comunidades es un rotundo fracaso. Esa pugna perenne entre los cofrades y el clero quizás se haya visto mitigada por la percepción mutua de que la Semana Santa está amenazada por la increencia y la secularización, a mi juicio más aparentes que reales.
Increencia, secularización y rechazo a la Semana Santa procesional son fenómenos cada vez más acusados en la sociedad. Una baja natalidad y la formación de nuevos tipos de familia de sin-credo agnóstico, hace que disminuya la práctica religiosa traducida no sólo en una menor asistencia a los oficios litúrgicos, sino en un decreciente número de penitentes y costaleros. Con la excepción quizás de los núcleos rurales, en las ciudades se perciben las procesiones como un fenómeno que suscita una multitudinaria curiosidad (más que rechazo), y como una atracción turística. La crisis religiosa en la sociedad española quizás por primera vez afecta no sólo a la práctica litúrgica sino también a las cofradías que dependen directamente del número (y no calidad) de los creyentes. Más devastadora es la crisis demográfica que la crisis religiosa.
La Semana Santa tiene el excepcional honor de ser junto a los deportes, uno de los espectáculos más desclasados de la sociedad (transversalidad lo llaman, congrega a ricos y a pobres). Esta transversalidad junto a su carácter religioso, le hace objeto de no pocas muestras de rechazo. Es palpable la creciente, aunque no general, hostilidad a las expresiones públicas de religiosidad. Muchos confunden Estado laico (hostil) con Estado aconfesional (no hostil) a la expresión pública de la religiosidad.
Se genera confusión cuando, además de forma justificada, se critica la presencia de cargos públicos en las procesiones. Nadie debe procesionar sino en su condición de creyente, y a título particular no público. Existen reminiscencias de presencia de cargos públicos y fuerzas seguridad y armadas que no provienen del franquismo como dicen algunos, si no que provienen de una secular tradición de confesionalidad católica de las instituciones públicas que es muy a anterior a Franco. La a-confesionalidad ampara este fenómeno cuando la asistencia de las mismas si bien no es a título particular, sí lo es a título voluntario. No se puede disociar absolutamente la persona de lo que representa, pero debe quedar claro que la Semana Santa supone uno de los mayores movimientos asociativos de una comunidad y que su relevancia pública es indudable. Por ello mantienen y merecen en igualdad de condiciones, el mismo trato con las instituciones públicas que cualquier otra asociación civil de carácter no religioso. Lo que es público es de todos y se manifiesta de forma plural y diversa, porque así es la sociedad, plural y diversa.
El mayor éxito de la Semana Santa es su incorrección social. Su mayor desafío es contrarrestar la crisis demográfica y de fe que existe en todo occidente. Siempre he pensado que la compasión que despierta Jesús el Nazareno en todo aquel que se hace esporádica o sustancialmente consciente de su sufrimiento en sus últimos días, le permite adherirse a toda realidad desagradable que también él padece en la vida. Por eso la tradición de pasear las imágenes de la Pasión, que se origina de forma expansiva en la Contrarreforma como afirmación de la Fe católica en oposición a la protestante (y de ahí la exuberancia de sus formas con una Inquisición omnipresente durante varios siglos de nuestra Historia), va más allá de su vistosidad. Entronca con el deseo íntimo de hallar consuelo y sentido en medio de sus calamidades a través de un contacto emocional y anárquico con el Jesús Nazareno al que siguen sus nazarenos, costaleros y pueblo asistente. Dios atrapa con su serenidad y se comunica con nosotros también a través de nuestras emociones. La lectura de estas emociones se hace a través de un discernimiento que dura toda la vida y concluye en que la única relación auténtica que se puede mantener con Jesucristo, es personal y afectiva.
Al Paso de Jesús, un ramillete de oraciones o reflexiones por breves que sean, nos permiten ser conscientes de nuestra fragilidad y de la seriedad que tiene el vivir. Todo lo serio lo respetamos, sostenemos y repetimos en el ciclo de certezas que aportan las tradiciones, de ahí su racionalidad y su importancia vital y cultural.
La figura de Jesucristo suscita tanta adhesión como animadversión. La causa? Posiblemente la figura de Jesucristo –para unos histórica, para otros además religiosa, y para no pocos simplemente literaria- es atrayente porque transmite autenticidad, y con ello descubre nuestras luces y sombras. Todo lo que brilla también ensombrece.
El ser humano confunde a menudo sus deseos íntimos de felicidad con los de permanencia o eternidad, consciente como es de la finitud de la vida. Quizás eso explique su apetencia por las tradiciones, que con carácter cíclico se repiten para satisfacer su demanda de certezas.
El ser humano moderno o más bien posmoderno en occidente no es religioso sino emocional y ello puede explicar en parte, cierto auge de la religiosidad popular, más exo-dérmica que endo-dérmica, o al menos así lo ven muchos clérigos. Y es que la religiosidad popular es rebelde a la ortodoxia. Decía Oscar Wilde que Todo lo popular es incorrecto. Y eso podría decirse de las procesiones de Semana Santa, y la devoción popular, que son incorrectas porque el empeño del clero en canalizarlas hacia un más ortodoxo compromiso seglar dentro de sus comunidades es un rotundo fracaso. Esa pugna perenne entre los cofrades y el clero quizás se haya visto mitigada por la percepción mutua de que la Semana Santa está amenazada por la increencia y la secularización, a mi juicio más aparentes que reales.
Increencia, secularización y rechazo a la Semana Santa procesional son fenómenos cada vez más acusados en la sociedad. Una baja natalidad y la formación de nuevos tipos de familia de sin-credo agnóstico, hace que disminuya la práctica religiosa traducida no sólo en una menor asistencia a los oficios litúrgicos, sino en un decreciente número de penitentes y costaleros. Con la excepción quizás de los núcleos rurales, en las ciudades se perciben las procesiones como un fenómeno que suscita una multitudinaria curiosidad (más que rechazo), y como una atracción turística. La crisis religiosa en la sociedad española quizás por primera vez afecta no sólo a la práctica litúrgica sino también a las cofradías que dependen directamente del número (y no calidad) de los creyentes. Más devastadora es la crisis demográfica que la crisis religiosa.
La Semana Santa tiene el excepcional honor de ser junto a los deportes, uno de los espectáculos más desclasados de la sociedad (transversalidad lo llaman, congrega a ricos y a pobres). Esta transversalidad junto a su carácter religioso, le hace objeto de no pocas muestras de rechazo. Es palpable la creciente, aunque no general, hostilidad a las expresiones públicas de religiosidad. Muchos confunden Estado laico (hostil) con Estado aconfesional (no hostil) a la expresión pública de la religiosidad.
Se genera confusión cuando, además de forma justificada, se critica la presencia de cargos públicos en las procesiones. Nadie debe procesionar sino en su condición de creyente, y a título particular no público. Existen reminiscencias de presencia de cargos públicos y fuerzas seguridad y armadas que no provienen del franquismo como dicen algunos, si no que provienen de una secular tradición de confesionalidad católica de las instituciones públicas que es muy a anterior a Franco. La a-confesionalidad ampara este fenómeno cuando la asistencia de las mismas si bien no es a título particular, sí lo es a título voluntario. No se puede disociar absolutamente la persona de lo que representa, pero debe quedar claro que la Semana Santa supone uno de los mayores movimientos asociativos de una comunidad y que su relevancia pública es indudable. Por ello mantienen y merecen en igualdad de condiciones, el mismo trato con las instituciones públicas que cualquier otra asociación civil de carácter no religioso. Lo que es público es de todos y se manifiesta de forma plural y diversa, porque así es la sociedad, plural y diversa.
El mayor éxito de la Semana Santa es su incorrección social. Su mayor desafío es contrarrestar la crisis demográfica y de fe que existe en todo occidente. Siempre he pensado que la compasión que despierta Jesús el Nazareno en todo aquel que se hace esporádica o sustancialmente consciente de su sufrimiento en sus últimos días, le permite adherirse a toda realidad desagradable que también él padece en la vida. Por eso la tradición de pasear las imágenes de la Pasión, que se origina de forma expansiva en la Contrarreforma como afirmación de la Fe católica en oposición a la protestante (y de ahí la exuberancia de sus formas con una Inquisición omnipresente durante varios siglos de nuestra Historia), va más allá de su vistosidad. Entronca con el deseo íntimo de hallar consuelo y sentido en medio de sus calamidades a través de un contacto emocional y anárquico con el Jesús Nazareno al que siguen sus nazarenos, costaleros y pueblo asistente. Dios atrapa con su serenidad y se comunica con nosotros también a través de nuestras emociones. La lectura de estas emociones se hace a través de un discernimiento que dura toda la vida y concluye en que la única relación auténtica que se puede mantener con Jesucristo, es personal y afectiva.
Al Paso de Jesús, un ramillete de oraciones o reflexiones por breves que sean, nos permiten ser conscientes de nuestra fragilidad y de la seriedad que tiene el vivir. Todo lo serio lo respetamos, sostenemos y repetimos en el ciclo de certezas que aportan las tradiciones, de ahí su racionalidad y su importancia vital y cultural.