La obscenidad del consumismo
El consumismo posee una doctrina perversa. Ha logrado que concibamos al niño como un adulto, al adulto como a un niño, al anciano como un trasto, y al bebé como un aguafiestas, en suma, ha adoctrinado en el sentido de tratar al sujeto como un objeto. Estima al ser humano en proporción a su capacidad potencial o esencial de consumir, por eso bebés y ancianos, unos, limitadores del gasto y el ocio de los demás y otros, con cultura del ahorro y con presupuesto limitado, son sutilmente despechados en la sociedad de consumo.
El fin de semana anterior fui a sacar dinero de un cajero automático en el Paseo de la Florida de Madrid, y observé una escena que me llamó la atención. Al lado del cajero automático se encontraba uno de nuestros “homeless”, uno de nuestros hermanos, barnizado callejero de alcohol y orín. Como siempre hay gente buena, un señor mayor se acercó a él y le entregó unas monedas. Como la bondad y la generosidad tienen una poderosa fuerza contagiosa me dispuse a hacer lo mismo, pero tras sacar dinero del cajero vi alejarse a ese hombre y meterse en un estanco cercano. Le seguí porque yo también tenía que entrar en el estanco. Me puse en la cola tras él, y me lo encontré atendiendo a una chica mona que estaba hablando con él con la intención de que comprara la marca que publicitaba a cambio de un regalo. Recuerdo los ojos vivos y brillantes de nuestro hermano ante la jugosa oferta y ante la atención que le mostraba esa chica mona.
Unos meses antes mi mujer y yo tomábamos un desayuno en una cafetería de la estación de Atocha y otro “Homeless”, o como decimos en español “un sin techo” fue echado con malas formas del local por mendigar a los clientes. Tanto a mi mujer como a mí nos indignó la manera que tuvieron de tratar a ese hombre, pero no dijimos nada y nos quejamos en privado, mal hecho. Al poco tiempo recuerdo que entró de nuevo el mismo hombre en la cafetería, se acercó a la barra y pidió sonoramente que le sirvieran un café taladrando con sus monedas esa misma barra que separa la oferta y la demanda, la suprema ley de la sociedad de consumo. Los camareros que antes le habían echado del local le sirvieron el café.
No sé si ustedes han vivido escenas parecidas, pero si somos observadores creo que esto puede observarse muy habitualmente. Bueno, pues tengo necesidad de encontrar explicación a cómo un hombre le puede cambiar la cara y la actitud una campaña publicitaria y por qué otro hombre está dispuesto a volver al mismo lugar donde vejatoriamente le echaron. Creo que haciéndolo, podemos saber algo más del mundo en el que vivimos, y de quiénes somos.
Un poderoso actor, oculto y sutil se ha instalado para no irse de nuestra cultura y es más fuerte que nunca, saliendo fortalecido de esta crisis: el Consumismo.
Reconozco que la sociedad de consumo posee un atractivo y una magia difícilmente contrarrestables.
El consumismo tiene un mágico poder redentor, con el que es difícil competir. Basta poseer unas monedas para lograr la redención. Por unas monedas se perdona el olor a pis, a alcohol, la suciedad y los estigmas del fracasado. Con un puñado de monedas puede redimirse el fracaso personal y humano, aunque tan sólo lo sea momentáneamente. Conseguir un puñado de monedas en manos de un sin techo tiene el mismo efecto que beber un litro de vino, o meterse una raya de coca, o fumarse un porro. Por un puñado de monedas se obtiene el más simple de los reconocimientos y de la aceptación de la todopoderosa sociedad de consumo.
No me imagino pidiendo ser aceptado allá donde me echaron y no me imagino encandilado por una muchacha que sólo pretende que compre lo que ella comisiona, sin más interés por mí. O tengo muy grande el ego o mi precio es quizás mayor.
Descubrí una nueva faceta de la miseria.
No hay dignidad para quien habita en la miseria y no hay magia más poderosa que la que proporciona un puñado de monedas. Hemos degradado las relaciones humanas de tal manera, que es lo humano lo que ha desaparecido en ellas, y es lo monetario lo que prevalece en ellas. Hemos mercantilizado las relaciones humanas.
Conozco gente que vende su dignidad no por un puñado de monedas sino por la seguridad, por evitar la soledad, o por no pararse a pensar. Conozco gente sola por basar en relaciones de interés su comunicación con los demás, y conozco gente más utilizada que amada. Conozco gente buena que contagia su optimismo y construyen con buenas obras un mundo mejor consolando y ayudando a los que dicen son unos fracasados y en realidad son sólo personas que no se perdonan los errores pasados.
Porque el éxito no consiste tanto en lograr el cumplimiento de los objetivos como en superar los fracasos. Los auténticos valientes son los que se recuperan de un fracaso, los estúpidos hay que buscarlos muchas veces entre los que no se recuperan de un éxito.
Ante la consistencia de la magia ejercida por la sociedad de consumo, revelo honestamente mi escepticismo acerca de la capacidad del cristianismo de contrarrestar sus efectos.
La revolución que nos queda pendiente en Occidente es una revolución contra la sociedad de consumo, la única responsable de que muchos cientos de millones de personas mercadeen obscenamente con su dignidad, y hayan perdido por ende su libertad. Porque la sociedad de consumo es un mercado de esclavos, no de consumidores.
Es la Cultura de Consumo la auténtica vencedora de la crisis. No es una ideología como el liberalismo y el marxismo, es algo mucho más sutil, una auténtica fuerza oculta que nos ha esclavizado con sus contagiosos hábitos.
La Sociedad de Consumo posee un arma letal:ha implantado el miedo al fracaso, que es simplemente el miedo a no poder consumir. El consumo crea una fuerte dependencia bajo el estímulo de la redención frente a la impotencia y la falta de frustración. Engaña con promesas y estímulos que dicen garantizar la felicidad del consumidor, y más bien le sojuzgan servilmente en una dinámica de severas dependencias. El no consumista es amenazado con el ostracismo social. La austeridad es un tabú.
El renovado frente al que el Cristianismo debe oponerse en el siglo XXI no es el marxismo ni tan siquiera el liberalismo, es el consumismo. He aquí al Enemigo. Y es una nueva lucha, la lucha frente a los hábitos no sólo frente a las ideas.
Las ideologías han muerto porque han descubierto su fracaso a la hora de proporcionar la felicidad a los hombres (el Mercado y el Estado se han convertido en tiranos durante el siglo XX cuando se les ha dotado de fundamento ideológico). El desengaño de la Humanidad con las ideologías es patente y es posmoderno.
En este nuevo frente del siglo XXI la Iglesia debe adaptar su dialéctica, porque detrás del ataque a la familia, al bien común y a la antropología cristiana, se encuentra la falsa antropología del consumidor.
Un puñado de monedas no puede redimir el orgullo herido y la dignidad perdida. Un puñado de monedas no fue justiprecio para entregar al Hijo de Dios, pues quien lo entregó y se condenó por la culpa pudo comprender bien que Jesucristo queda siempre fuera de Mercado. Fue su sangre y no las monedas las que sellaron el Amor y el Compromiso definitivo del Amor de Dios por nosotros sus hijos.
Los cristianos tenemos el sagrado deber de combatir la indiferencia y de defender la dignidad de las personas, especialmente la de nuestros hermanos más pequeños. Denunciemos persistentemente, con lluvia fina y constante, la suprema estafa de rescatar la dignidad y la redención de los seres humanos por un puñado de monedas. Defendamos el valor de la austeridad y defendamos la condición humana por encima de la condición de consumidor.
No hay que ser enemigo del comercio, pero lo que debe quedar claro en una sociedad que presume de desarrollada es que la condición humana está fuera del comercio. De nada sirvieron treinta monedas de plata para comprar la traición de Judas, de nada le redimieron pues no hay monedas que compensen la culpa, pues ésta sólo es redimida con el Amor y la Misericordia de Dios, con la Amistad con Dios, que es la amistad con Jesús de Nazaret, Dios y Hombre.
Denunciemos por tanto la sociedad de consumo como el mercado de esclavos que en realidad representa.
El fin de semana anterior fui a sacar dinero de un cajero automático en el Paseo de la Florida de Madrid, y observé una escena que me llamó la atención. Al lado del cajero automático se encontraba uno de nuestros “homeless”, uno de nuestros hermanos, barnizado callejero de alcohol y orín. Como siempre hay gente buena, un señor mayor se acercó a él y le entregó unas monedas. Como la bondad y la generosidad tienen una poderosa fuerza contagiosa me dispuse a hacer lo mismo, pero tras sacar dinero del cajero vi alejarse a ese hombre y meterse en un estanco cercano. Le seguí porque yo también tenía que entrar en el estanco. Me puse en la cola tras él, y me lo encontré atendiendo a una chica mona que estaba hablando con él con la intención de que comprara la marca que publicitaba a cambio de un regalo. Recuerdo los ojos vivos y brillantes de nuestro hermano ante la jugosa oferta y ante la atención que le mostraba esa chica mona.
Unos meses antes mi mujer y yo tomábamos un desayuno en una cafetería de la estación de Atocha y otro “Homeless”, o como decimos en español “un sin techo” fue echado con malas formas del local por mendigar a los clientes. Tanto a mi mujer como a mí nos indignó la manera que tuvieron de tratar a ese hombre, pero no dijimos nada y nos quejamos en privado, mal hecho. Al poco tiempo recuerdo que entró de nuevo el mismo hombre en la cafetería, se acercó a la barra y pidió sonoramente que le sirvieran un café taladrando con sus monedas esa misma barra que separa la oferta y la demanda, la suprema ley de la sociedad de consumo. Los camareros que antes le habían echado del local le sirvieron el café.
No sé si ustedes han vivido escenas parecidas, pero si somos observadores creo que esto puede observarse muy habitualmente. Bueno, pues tengo necesidad de encontrar explicación a cómo un hombre le puede cambiar la cara y la actitud una campaña publicitaria y por qué otro hombre está dispuesto a volver al mismo lugar donde vejatoriamente le echaron. Creo que haciéndolo, podemos saber algo más del mundo en el que vivimos, y de quiénes somos.
Un poderoso actor, oculto y sutil se ha instalado para no irse de nuestra cultura y es más fuerte que nunca, saliendo fortalecido de esta crisis: el Consumismo.
Reconozco que la sociedad de consumo posee un atractivo y una magia difícilmente contrarrestables.
El consumismo tiene un mágico poder redentor, con el que es difícil competir. Basta poseer unas monedas para lograr la redención. Por unas monedas se perdona el olor a pis, a alcohol, la suciedad y los estigmas del fracasado. Con un puñado de monedas puede redimirse el fracaso personal y humano, aunque tan sólo lo sea momentáneamente. Conseguir un puñado de monedas en manos de un sin techo tiene el mismo efecto que beber un litro de vino, o meterse una raya de coca, o fumarse un porro. Por un puñado de monedas se obtiene el más simple de los reconocimientos y de la aceptación de la todopoderosa sociedad de consumo.
No me imagino pidiendo ser aceptado allá donde me echaron y no me imagino encandilado por una muchacha que sólo pretende que compre lo que ella comisiona, sin más interés por mí. O tengo muy grande el ego o mi precio es quizás mayor.
Descubrí una nueva faceta de la miseria.
No hay dignidad para quien habita en la miseria y no hay magia más poderosa que la que proporciona un puñado de monedas. Hemos degradado las relaciones humanas de tal manera, que es lo humano lo que ha desaparecido en ellas, y es lo monetario lo que prevalece en ellas. Hemos mercantilizado las relaciones humanas.
Conozco gente que vende su dignidad no por un puñado de monedas sino por la seguridad, por evitar la soledad, o por no pararse a pensar. Conozco gente sola por basar en relaciones de interés su comunicación con los demás, y conozco gente más utilizada que amada. Conozco gente buena que contagia su optimismo y construyen con buenas obras un mundo mejor consolando y ayudando a los que dicen son unos fracasados y en realidad son sólo personas que no se perdonan los errores pasados.
Porque el éxito no consiste tanto en lograr el cumplimiento de los objetivos como en superar los fracasos. Los auténticos valientes son los que se recuperan de un fracaso, los estúpidos hay que buscarlos muchas veces entre los que no se recuperan de un éxito.
Ante la consistencia de la magia ejercida por la sociedad de consumo, revelo honestamente mi escepticismo acerca de la capacidad del cristianismo de contrarrestar sus efectos.
La revolución que nos queda pendiente en Occidente es una revolución contra la sociedad de consumo, la única responsable de que muchos cientos de millones de personas mercadeen obscenamente con su dignidad, y hayan perdido por ende su libertad. Porque la sociedad de consumo es un mercado de esclavos, no de consumidores.
Es la Cultura de Consumo la auténtica vencedora de la crisis. No es una ideología como el liberalismo y el marxismo, es algo mucho más sutil, una auténtica fuerza oculta que nos ha esclavizado con sus contagiosos hábitos.
La Sociedad de Consumo posee un arma letal:ha implantado el miedo al fracaso, que es simplemente el miedo a no poder consumir. El consumo crea una fuerte dependencia bajo el estímulo de la redención frente a la impotencia y la falta de frustración. Engaña con promesas y estímulos que dicen garantizar la felicidad del consumidor, y más bien le sojuzgan servilmente en una dinámica de severas dependencias. El no consumista es amenazado con el ostracismo social. La austeridad es un tabú.
El renovado frente al que el Cristianismo debe oponerse en el siglo XXI no es el marxismo ni tan siquiera el liberalismo, es el consumismo. He aquí al Enemigo. Y es una nueva lucha, la lucha frente a los hábitos no sólo frente a las ideas.
Las ideologías han muerto porque han descubierto su fracaso a la hora de proporcionar la felicidad a los hombres (el Mercado y el Estado se han convertido en tiranos durante el siglo XX cuando se les ha dotado de fundamento ideológico). El desengaño de la Humanidad con las ideologías es patente y es posmoderno.
En este nuevo frente del siglo XXI la Iglesia debe adaptar su dialéctica, porque detrás del ataque a la familia, al bien común y a la antropología cristiana, se encuentra la falsa antropología del consumidor.
Un puñado de monedas no puede redimir el orgullo herido y la dignidad perdida. Un puñado de monedas no fue justiprecio para entregar al Hijo de Dios, pues quien lo entregó y se condenó por la culpa pudo comprender bien que Jesucristo queda siempre fuera de Mercado. Fue su sangre y no las monedas las que sellaron el Amor y el Compromiso definitivo del Amor de Dios por nosotros sus hijos.
Los cristianos tenemos el sagrado deber de combatir la indiferencia y de defender la dignidad de las personas, especialmente la de nuestros hermanos más pequeños. Denunciemos persistentemente, con lluvia fina y constante, la suprema estafa de rescatar la dignidad y la redención de los seres humanos por un puñado de monedas. Defendamos el valor de la austeridad y defendamos la condición humana por encima de la condición de consumidor.
No hay que ser enemigo del comercio, pero lo que debe quedar claro en una sociedad que presume de desarrollada es que la condición humana está fuera del comercio. De nada sirvieron treinta monedas de plata para comprar la traición de Judas, de nada le redimieron pues no hay monedas que compensen la culpa, pues ésta sólo es redimida con el Amor y la Misericordia de Dios, con la Amistad con Dios, que es la amistad con Jesús de Nazaret, Dios y Hombre.
Denunciemos por tanto la sociedad de consumo como el mercado de esclavos que en realidad representa.