La vida sexual y afectiva del clero
No es frecuente que el clero hable de su vida sexual y afectiva, más bien ocurre contraproducentemente, que sean los medios de comunicación y la opinión pública los que hablen de ella, movidos por esa mezcla de incomprensión, sospecha, prejuicio y morbo. No puede proponerse con simpleza que la única solución es la opción voluntaria del celibato. Este debate puede y debe hacerse, porque desde él puede valorarse más si cabe la castidad, pero no es el único y menos puede convertirse en el debate excluyente. El mal discernimiento vocacional, la falta de aplicación de técnicas de conocimiento psicológico, la represión de los afectos, la imprudente y deshonesta admisión de candidatos a la vida religiosa, son los verdaderos causantes de su problemática, y constituyen el debate discreto, auténtico y oculto, y no la mera ausencia de relaciones sexuales en los religiosos.
No es que las estructuras de la Iglesia fomenten la existencia de pederastas y otros delincuentes, es que estos enfermos dañinos y de difícil curación, buscan cualquier lugar donde puedan ocultarse, gozar de la confianza ajena y cometer así sus delitos. Buscan un gimnasio, una escuela, un hospital y por supuesto una comunidad cristiana, cualquier lugar donde gocen de cierta autoridad y confianza de los demás, de la cual se sirven para cometer sus delitos. La Iglesia no alecciona enfermos sexuales, pero comete escándalo cuando descubiertos los responsables no son contundentes con ellos, una vez que se prueban los hechos o se presumen razonablemente. He visto tratar peor a un sacerdote secularizado que a un depredador sexual oculto en su condición religiosa. A aquel ni tan siquiera se le permite dar clases de religión, a este se le retira a la vida de oración y penitencia.
La ignorancia sobre la realidad sexual y afectiva de nuestro clero es por lo general supina entre nosotros los laicos, y no podemos asumir que no existe más vida sexual del clero que la que aparece en los medios de comunicación, porque no es verdad.
Afectividad y sexualidad son realidades complementarias y autónomas. Una puede llevar a la otra, pero también se pueden vivir por separado. La afectividad no tiene por qué implicar la existencia de relaciones sexuales, y se puede tener vida sexual sin mantener relaciones con otras personas. El desarrollo de la personalidad depende y mucho de la madurez afectiva y sexual.
Todos los seres humanos tenemos vida afectiva y tan siquiera un mínimo pensamiento sexual, y el clero no pertenece a la especie de los ornitorrincos. Los problemas de crecimiento personal se dan cuando hay desequilibrios o carencias importantes de una u otra y de una y otra. El clero ni nadie, puede vivir ignorando su sexualidad ni reprimiendo su afectividad, porque ello le convierte en un ser humano enfermizo en su alma y en su espíritu.
Los problemas de afectividad y sexualidad se ocasionan en el clero por una tendencia en la formación de éste a ignorar la vida sexual y a reprimir la afectividad. Desde mi experiencia como ex seminarista puedo afirmar que existen carencias en la formación del clero en materia de afectividad y sexualidad.
La represión de la afectividad es una carencia determinada esencialmente por esa vieja y mala escuela de religiosos que activamente reprimía las manifestaciones de afectividad (también entre compañeros).
Afortunadamente creo que esta mala escuela está en decadencia, porque la afectividad es vista ahora positivamente, y diría más, que ello ha sido una de las mejores contribuciones que ha hecho el personalismo cristiano del siglo XX a la antropología cristiana.
Una vida afectiva rica y sana es condicionante de una vocación realizada de forma plena. La sublimación afectiva es buen fundamento para vivir en castidad, que es don de Dios pero que también tiene tara. La fidelidad conyugal también es don de Dios y también tiene tara.Toda opción es auténtica si excluye a otras, todo Amor es valioso si excluye a otros.
La ignorancia sobre la sexualidad es más preocupante. El clero tiene mucha culpa de ello, puesto que en su formación sigue siendo con carácter general un tema tabú. Una de las distorsiones que encuentro yo es que si bien se distingue entre vida afectiva y vida sexual, sobre esta última apenas se habla.
Todavía recuerdo a un buen sacerdote que nos decía que la masturbación no debía obsesionarnos porque llegaría el momento en que por edad dejaríamos de practicarla. Fue la única y la primera vez que explícitamente se me hablaba de este importante tema, fuera del confesionario, claro está. Con el tiempo entendí que lo que afirmaba este buen sacerdote era sencillamente que había que vivir con naturalidad las pulsiones sexuales sin que ello significara que no se debieran reconducir a su visión más completa: que vida sexual y vida afectiva van unidas en la antropología cristiana.
También recuerdo en otra ocasión en la que sentado viendo la televisión con un religioso aparecieron escenas eróticas. Me sorprendió su reacción, porque reaccionó con absoluta naturalidad y sin ruborizarse.
Debemos revisar la imagen del otro sexo. No caben las idealizaciones pusilánimes de las virtudes del otro sexo, como si sólo fueran patrimonio de ese sexo, porque nuestras estructuras psicológicas son mixtas. Me explico, hay cualidades asociadas a la feminidad que un varón ya recibe de la madre, y puede y debe aprender, tales como la sensibilidad y la apreciación de los matices, y por supuesto la generosidad, y no por ello se deja de ser un hombre. Podemos y debemos idealizar a María Santísima, mujer única, pero ni todas las mujeres son como la virgen Maria ni como nuestras madres y hermanas, ni todos los hombres son como San José, ni como nuestros padres y hermanos. Somos como somos, como dice mi madre.
Enamorarse es lo más natural y lo más bonito del mundo. Pero el Amor también es un acto de voluntad (Erich Fromm).
Estas realidades desembocan en el gran problema de todo apostolado, la falta de naturalidad. Cuando el célibe o el que no lo es, llevan mal estos aspectos de afectividad y sexualidad, bien porque reprime una o desnaturaliza otra, la naturalidad de trato se resiente. Otros factores también afectan, pero estos son muy importantes porque afectan al carácter y a un buen discernimiento vocacional, pues estas carencias erosionan los fundamentos psicológicos y antropológicos sobre el que todo discernimiento ha de apoyarse. Somos personas sexuadas y afectivas sobre las que actúa el Amor de Dios. Padecemos constantemente estímulos emocionales, pero nos determinamos por los afectos. Las grandes decisiones sobre el estado de vida se toman por Amor.
Los laicos también podemos sufrir problemas parecidos. A ningún laico se le escapa que perdemos naturalidad y espontaneidad cuando deformamos nuestra vida sexual y afectiva, bien porque la “clericalizamos” bien porque la contaminamos de sexo-consumición, o simplemente porque nos quedamos en la dermis (superficialidad) de las relaciones afectivas. Estas últimas cosas son deformaciones culturales posmodernas, que se combaten, porque son peleonas, mirando más allá y viviendo con virtud la fidelidad y valorando el compromiso con los demás en las relaciones afectivas y sexuales, como la forma plena y cristiana de vivirlas; fidelidad y compromiso que por otra parte definen la relación de Dios con la Humanidad, y por tanto, definen también nuestra antropología cristiana y nuestras relaciones.
Otro problema que encuentro en muchos sacerdotes, especialmente los diocesanos, es que viven solos. Los obispos deben fomentar la vida comunitaria de sus sacerdotes, porque a todo el mundo nos gusta entrar en casa y poder desahogarnos, para bien y para mal, con las personas que convivimos. Siempre todos estamos tentados de buscar fuera lo que no se encuentra dentro, y la convivencia es una sana escuela de corrección y sanación.
La soledad especialmente pesada para quienes han burocratizado su vocación, les hace especialmente vulnerables a las vías de escape sexo-afectivo nada acordes con la fidelidad debida a su opción de vida. Los laicos también vivimos esa vulnerabilidad porque en esta cultura sexo-maníaca es muy fácil entrar en una dinámica destructiva de la persona.
Por tanto, no creo que el problema radique tanto en la opción libre por el celibato como en la deformación institucionalizada, en la falta de normalidad y naturalidad con la que abordan el clero y los laicos, su vida sexual y afectiva.
He recibido muchas cosas positivas en mi etapa de seminarista. No he sido ni víctima ni testigo de abusos sexuales, y la Iglesia me ha transmitido una valiosa doctrina que a medida que he ido madurando he ido comprendiendo, que es una hermosa forma de asumirla. He recibido una espléndida formación en humanidades, y he vivido experiencias muy enriquecedoras. Me enseñaron a orar y a discernir, redescubrí mi Fe, y todo gracias a muchos buenos sacerdotes que acompañaron mi proceso.
Fuera y dentro de las diócesis que conozco, de España y de fuera de España, conozco sólo un caso de sacerdote al que imputaron abusos, y se le removió discretamente sin que lo pueda aplaudir porque fueron algo más que presuntos; a varios conozco homosexuales, sin que por ello deban ser apartados de su ministerio; conozco a otro al que le salió algún hijo ya talludito, y dejó el ministerio para ocuparse de su familia con un inmenso coraje; algunos otros mantuvieron relaciones, y en fin, en estos casos, quien es mejor que otro para juzgar.
La inmensa mayoría de los sacerdotes que conozco viven con normalidad su ministerio, desconozco su vida sexual e intuyo solo la afectiva, que calibro en proporción a su grado de naturalidad en el trato. Siempre reconozco a un sacerdote realizado con su vocación. Es servicial, natural en el trato, ríe mucho y tiene sentido del humor. Vive una serena espiritualidad que mantiene vivo su Amor por Dios y sostiene su misión. No conozco a ningún religioso que haga en vida milagros. Decían de uno, al que tenían por loco, y cuando le conocí me pareció un tipo de lo más interesante. Conozco religiosas extraordinarias, y me rebela el que puedan sentirse infravaloradas, porque sostienen muchas buenas obras y llegan donde los varones no llegan, y otras con un acentuado mal genio. El mal genio está reñido con la sana afectividad. Muchas veces pienso que en el caso de las mujeres bien puede deberse a razones de estructura eclesial que todos sabemos que existen, pues la misoginia es real y efectiva. Conozco a curas con mal genio pero con un enorme corazón que han sido mis maestros. Todos personas tocadas por la acción de Dios. Todos con los que me he cruzado me han dejado parte de ellos,pues les atribuía autoridad sobre mí. Me quedo con lo bueno, porque lo otro ya lo sufren ellos. Ninguno hizo lo que por la providencia no le fue dictado.
La jerarquía sigue sosteniendo con enorme irresponsabilidad e hipocresía la continuidad de un modelo de formación y selección del clero claramente mejorable, que es parcialmente responsable de los criminales episodios que son para nuestra vergüenza y escándalo, aireados por los medios de comunicación.
Existen instituciones eclesiales que no pueden seguir siendo un coladero para personas que no necesitan precisamente de la vida religiosa para sublimar su vocación cristiana, para resolverse materialmente la vida, y mucho menos para cometer delitos sexuales. La Iglesia puede servir de escuela de discernimiento personal, puede contratar en sus numerosas obras a los ex miembros del clero cuya formación ha costeado de forma que sigan revirtiendo aquella en la Iglesia. En relación a personas con problemas de criminilidad sexual, creo que todos los responsables eclesiásticos empiezan a tomarse en serio este tema. No se puede ocultar ni encubrir y menos mirar a otro lado. Deben colaborar activamente con la justicia.
Todos nos sentimos abochornados por los abusos sexuales de clérigos, pero también por la reacción de la jerarquía eclesiástica, en todos los niveles, más preocupada en que no saltara el escándalo que en corregir contundentemente la situación.
El informe de Naciones Unidas sobre la actitud de la Santa Sede en los casos de pederastia llega bien pero llega tarde, y llega para, como bien dice José Manuel Vidal, disputarse el cetro de la autoridad moral sobre el planeta.
Debemos como bien decía Baltasar Gracián, descubrir lo que se esconde bajo las tejas. El clero-centrismo en la Iglesia, sigue siendo el problema.
La ausencia en la formación de los cristianos de un discernimiento vocacional integral y estructural, que no es cosa sólo de aspirantes a la vida religiosa, sino cosa de todos, es una realidad que empobrece enormemente nuestro apostolado. Hay que usar la psicología y hay que meter muchas más horas de oración y voluntariado en la formación cristiana, a costa de la doctrina, que se asume mejor en la madurez que en la juventud.
Recordemos que somos discípulos de Cristo y no meros hijos de la Iglesia. Recordemos que somos una delicada criatura de Dios, tratada por Él con proverbial mano izquierda, como bien decía el Padre Cué. Recordemos que lo afectivo siempre es lo más efectivo (como me repetía un buen amigo) porque, añado, así nos ha ganado para sí el Señor, así ganamos el amor de los demás.
No es que las estructuras de la Iglesia fomenten la existencia de pederastas y otros delincuentes, es que estos enfermos dañinos y de difícil curación, buscan cualquier lugar donde puedan ocultarse, gozar de la confianza ajena y cometer así sus delitos. Buscan un gimnasio, una escuela, un hospital y por supuesto una comunidad cristiana, cualquier lugar donde gocen de cierta autoridad y confianza de los demás, de la cual se sirven para cometer sus delitos. La Iglesia no alecciona enfermos sexuales, pero comete escándalo cuando descubiertos los responsables no son contundentes con ellos, una vez que se prueban los hechos o se presumen razonablemente. He visto tratar peor a un sacerdote secularizado que a un depredador sexual oculto en su condición religiosa. A aquel ni tan siquiera se le permite dar clases de religión, a este se le retira a la vida de oración y penitencia.
La ignorancia sobre la realidad sexual y afectiva de nuestro clero es por lo general supina entre nosotros los laicos, y no podemos asumir que no existe más vida sexual del clero que la que aparece en los medios de comunicación, porque no es verdad.
Afectividad y sexualidad son realidades complementarias y autónomas. Una puede llevar a la otra, pero también se pueden vivir por separado. La afectividad no tiene por qué implicar la existencia de relaciones sexuales, y se puede tener vida sexual sin mantener relaciones con otras personas. El desarrollo de la personalidad depende y mucho de la madurez afectiva y sexual.
Todos los seres humanos tenemos vida afectiva y tan siquiera un mínimo pensamiento sexual, y el clero no pertenece a la especie de los ornitorrincos. Los problemas de crecimiento personal se dan cuando hay desequilibrios o carencias importantes de una u otra y de una y otra. El clero ni nadie, puede vivir ignorando su sexualidad ni reprimiendo su afectividad, porque ello le convierte en un ser humano enfermizo en su alma y en su espíritu.
Los problemas de afectividad y sexualidad se ocasionan en el clero por una tendencia en la formación de éste a ignorar la vida sexual y a reprimir la afectividad. Desde mi experiencia como ex seminarista puedo afirmar que existen carencias en la formación del clero en materia de afectividad y sexualidad.
La represión de la afectividad es una carencia determinada esencialmente por esa vieja y mala escuela de religiosos que activamente reprimía las manifestaciones de afectividad (también entre compañeros).
Afortunadamente creo que esta mala escuela está en decadencia, porque la afectividad es vista ahora positivamente, y diría más, que ello ha sido una de las mejores contribuciones que ha hecho el personalismo cristiano del siglo XX a la antropología cristiana.
Una vida afectiva rica y sana es condicionante de una vocación realizada de forma plena. La sublimación afectiva es buen fundamento para vivir en castidad, que es don de Dios pero que también tiene tara. La fidelidad conyugal también es don de Dios y también tiene tara.Toda opción es auténtica si excluye a otras, todo Amor es valioso si excluye a otros.
La ignorancia sobre la sexualidad es más preocupante. El clero tiene mucha culpa de ello, puesto que en su formación sigue siendo con carácter general un tema tabú. Una de las distorsiones que encuentro yo es que si bien se distingue entre vida afectiva y vida sexual, sobre esta última apenas se habla.
Todavía recuerdo a un buen sacerdote que nos decía que la masturbación no debía obsesionarnos porque llegaría el momento en que por edad dejaríamos de practicarla. Fue la única y la primera vez que explícitamente se me hablaba de este importante tema, fuera del confesionario, claro está. Con el tiempo entendí que lo que afirmaba este buen sacerdote era sencillamente que había que vivir con naturalidad las pulsiones sexuales sin que ello significara que no se debieran reconducir a su visión más completa: que vida sexual y vida afectiva van unidas en la antropología cristiana.
También recuerdo en otra ocasión en la que sentado viendo la televisión con un religioso aparecieron escenas eróticas. Me sorprendió su reacción, porque reaccionó con absoluta naturalidad y sin ruborizarse.
Debemos revisar la imagen del otro sexo. No caben las idealizaciones pusilánimes de las virtudes del otro sexo, como si sólo fueran patrimonio de ese sexo, porque nuestras estructuras psicológicas son mixtas. Me explico, hay cualidades asociadas a la feminidad que un varón ya recibe de la madre, y puede y debe aprender, tales como la sensibilidad y la apreciación de los matices, y por supuesto la generosidad, y no por ello se deja de ser un hombre. Podemos y debemos idealizar a María Santísima, mujer única, pero ni todas las mujeres son como la virgen Maria ni como nuestras madres y hermanas, ni todos los hombres son como San José, ni como nuestros padres y hermanos. Somos como somos, como dice mi madre.
Enamorarse es lo más natural y lo más bonito del mundo. Pero el Amor también es un acto de voluntad (Erich Fromm).
Estas realidades desembocan en el gran problema de todo apostolado, la falta de naturalidad. Cuando el célibe o el que no lo es, llevan mal estos aspectos de afectividad y sexualidad, bien porque reprime una o desnaturaliza otra, la naturalidad de trato se resiente. Otros factores también afectan, pero estos son muy importantes porque afectan al carácter y a un buen discernimiento vocacional, pues estas carencias erosionan los fundamentos psicológicos y antropológicos sobre el que todo discernimiento ha de apoyarse. Somos personas sexuadas y afectivas sobre las que actúa el Amor de Dios. Padecemos constantemente estímulos emocionales, pero nos determinamos por los afectos. Las grandes decisiones sobre el estado de vida se toman por Amor.
Los laicos también podemos sufrir problemas parecidos. A ningún laico se le escapa que perdemos naturalidad y espontaneidad cuando deformamos nuestra vida sexual y afectiva, bien porque la “clericalizamos” bien porque la contaminamos de sexo-consumición, o simplemente porque nos quedamos en la dermis (superficialidad) de las relaciones afectivas. Estas últimas cosas son deformaciones culturales posmodernas, que se combaten, porque son peleonas, mirando más allá y viviendo con virtud la fidelidad y valorando el compromiso con los demás en las relaciones afectivas y sexuales, como la forma plena y cristiana de vivirlas; fidelidad y compromiso que por otra parte definen la relación de Dios con la Humanidad, y por tanto, definen también nuestra antropología cristiana y nuestras relaciones.
Otro problema que encuentro en muchos sacerdotes, especialmente los diocesanos, es que viven solos. Los obispos deben fomentar la vida comunitaria de sus sacerdotes, porque a todo el mundo nos gusta entrar en casa y poder desahogarnos, para bien y para mal, con las personas que convivimos. Siempre todos estamos tentados de buscar fuera lo que no se encuentra dentro, y la convivencia es una sana escuela de corrección y sanación.
La soledad especialmente pesada para quienes han burocratizado su vocación, les hace especialmente vulnerables a las vías de escape sexo-afectivo nada acordes con la fidelidad debida a su opción de vida. Los laicos también vivimos esa vulnerabilidad porque en esta cultura sexo-maníaca es muy fácil entrar en una dinámica destructiva de la persona.
Por tanto, no creo que el problema radique tanto en la opción libre por el celibato como en la deformación institucionalizada, en la falta de normalidad y naturalidad con la que abordan el clero y los laicos, su vida sexual y afectiva.
He recibido muchas cosas positivas en mi etapa de seminarista. No he sido ni víctima ni testigo de abusos sexuales, y la Iglesia me ha transmitido una valiosa doctrina que a medida que he ido madurando he ido comprendiendo, que es una hermosa forma de asumirla. He recibido una espléndida formación en humanidades, y he vivido experiencias muy enriquecedoras. Me enseñaron a orar y a discernir, redescubrí mi Fe, y todo gracias a muchos buenos sacerdotes que acompañaron mi proceso.
Fuera y dentro de las diócesis que conozco, de España y de fuera de España, conozco sólo un caso de sacerdote al que imputaron abusos, y se le removió discretamente sin que lo pueda aplaudir porque fueron algo más que presuntos; a varios conozco homosexuales, sin que por ello deban ser apartados de su ministerio; conozco a otro al que le salió algún hijo ya talludito, y dejó el ministerio para ocuparse de su familia con un inmenso coraje; algunos otros mantuvieron relaciones, y en fin, en estos casos, quien es mejor que otro para juzgar.
La inmensa mayoría de los sacerdotes que conozco viven con normalidad su ministerio, desconozco su vida sexual e intuyo solo la afectiva, que calibro en proporción a su grado de naturalidad en el trato. Siempre reconozco a un sacerdote realizado con su vocación. Es servicial, natural en el trato, ríe mucho y tiene sentido del humor. Vive una serena espiritualidad que mantiene vivo su Amor por Dios y sostiene su misión. No conozco a ningún religioso que haga en vida milagros. Decían de uno, al que tenían por loco, y cuando le conocí me pareció un tipo de lo más interesante. Conozco religiosas extraordinarias, y me rebela el que puedan sentirse infravaloradas, porque sostienen muchas buenas obras y llegan donde los varones no llegan, y otras con un acentuado mal genio. El mal genio está reñido con la sana afectividad. Muchas veces pienso que en el caso de las mujeres bien puede deberse a razones de estructura eclesial que todos sabemos que existen, pues la misoginia es real y efectiva. Conozco a curas con mal genio pero con un enorme corazón que han sido mis maestros. Todos personas tocadas por la acción de Dios. Todos con los que me he cruzado me han dejado parte de ellos,pues les atribuía autoridad sobre mí. Me quedo con lo bueno, porque lo otro ya lo sufren ellos. Ninguno hizo lo que por la providencia no le fue dictado.
La jerarquía sigue sosteniendo con enorme irresponsabilidad e hipocresía la continuidad de un modelo de formación y selección del clero claramente mejorable, que es parcialmente responsable de los criminales episodios que son para nuestra vergüenza y escándalo, aireados por los medios de comunicación.
Existen instituciones eclesiales que no pueden seguir siendo un coladero para personas que no necesitan precisamente de la vida religiosa para sublimar su vocación cristiana, para resolverse materialmente la vida, y mucho menos para cometer delitos sexuales. La Iglesia puede servir de escuela de discernimiento personal, puede contratar en sus numerosas obras a los ex miembros del clero cuya formación ha costeado de forma que sigan revirtiendo aquella en la Iglesia. En relación a personas con problemas de criminilidad sexual, creo que todos los responsables eclesiásticos empiezan a tomarse en serio este tema. No se puede ocultar ni encubrir y menos mirar a otro lado. Deben colaborar activamente con la justicia.
Todos nos sentimos abochornados por los abusos sexuales de clérigos, pero también por la reacción de la jerarquía eclesiástica, en todos los niveles, más preocupada en que no saltara el escándalo que en corregir contundentemente la situación.
El informe de Naciones Unidas sobre la actitud de la Santa Sede en los casos de pederastia llega bien pero llega tarde, y llega para, como bien dice José Manuel Vidal, disputarse el cetro de la autoridad moral sobre el planeta.
Debemos como bien decía Baltasar Gracián, descubrir lo que se esconde bajo las tejas. El clero-centrismo en la Iglesia, sigue siendo el problema.
La ausencia en la formación de los cristianos de un discernimiento vocacional integral y estructural, que no es cosa sólo de aspirantes a la vida religiosa, sino cosa de todos, es una realidad que empobrece enormemente nuestro apostolado. Hay que usar la psicología y hay que meter muchas más horas de oración y voluntariado en la formación cristiana, a costa de la doctrina, que se asume mejor en la madurez que en la juventud.
Recordemos que somos discípulos de Cristo y no meros hijos de la Iglesia. Recordemos que somos una delicada criatura de Dios, tratada por Él con proverbial mano izquierda, como bien decía el Padre Cué. Recordemos que lo afectivo siempre es lo más efectivo (como me repetía un buen amigo) porque, añado, así nos ha ganado para sí el Señor, así ganamos el amor de los demás.