Comer y beber, no mojar
| José Manuel Bernal Llorente
La eucaristía es un banquete donde se come y se bebe. Santo Tomás la llama cibatio, y perfecta refectio, y manducatio, y spiritualem cibum, spiritualem potum, y sobre todo convivium. Todos hemos cantado alguna vez el O sacrum convivium. Habría que recordar especialmente las palabras de Jesús en el capítulo sexto del evangelio de Juan: “El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna” (Jn 6, 54). “Mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida” (Jn 6,55). Son textos conocidos y repetidos, claros y convincentes.
Como contrapartida deseo comentar ahora un hecho que me está llamando la atención poderosamente; y me está sorprendiendo sobremanera últimamente. Veo con frecuencia que, en la eucaristía, los celebrantes, obispos incluidos y el que preside, en vez de beber del cáliz se limitan a mojar la hostia consagrada en el vino consagrado. No beben del cáliz; se limitan a tomar la hostia mojada en el caliz.
Este es el hecho. Se está haciendo habitual, quizás como comportamiento residual después de la pandemia del coronavirus. También influyen, sin duda, las convicciones (o los escrúpulos) referentes a las exigencias de la higiene. Todo comprensible. Sabemos además que en algunas Iglesias de oriente existe la intinctio como comportamiento ritual. Incluso algunas antiguas comunidades de monjes, en los desiertos de la Tebaida y del Sinaí, llevaban a sus cenobios un fragmento del pan consagrado en la eucaristía dominical para proceder durante la semana al rito de la intinctio o commixtio, mezclando el pan consagrado con vino sin consagrar, y poder comulgar bajo las dos especies. Es lo que se ha denominado “consagración por contacto”, costumbre sumamente cuestionada.
Volvemos al tema. Aún asumiendo y respetando comportamientos rituales de difícil justificación teológica, deseo hacer hincapié en las palabras del Señor. Son claras y terminantes: “Comed y bebed”. Además, el gesto simbólico que nos hace presentes y eficaces los misterios de la redención es el convivium, el banquete. Un banquete en el que se come y se bebe. Se come el cuerpo entregado del Señor y se bebe su sangre derramada. Ambos gestos, comer y beber, son parte integrante del símbolo sacramental. Cabría insistir, además, en la fuerza gestual que tienen el comer y el beber en los comportamientos culturales de nuestra civilización mediterránea.
Estoy convencido de que comulgar del cáliz, recurriendo al gesto de mojar, es un verdadero subterfugio, una excusa. Lamentable. Sobre todo es lamentable que esa costumbre vaya tomando auge, se vaya extendiendo y consolidando. Podría recurrirse a ese procedimiento en casos extremos, de forma coyuntural. Especialmente para la comunión de los fieles o en caso de enfermos. Asumirlo de modo habitual es romper la fuerza simbólica del convivium, traicionarlo. Mojar no es beber. Con ello se renuncia al gozo festivo de la comida compartida, a la fuerza entrañable de la comensalidad. De esa forma la eucaristía pierde su fuerza simbólica y el embrujo del convivium festivo y gozoso.