Semana santa: Del misterio al drama
Pero, en un momento determinado, calculamos que a finales del siglo IV, la celebración unitaria del misterio fue convirtiéndose en una celebración teatralizada y dramatizante. De una visión mistérica y sacramental del acontecimiento pascual se fue pasando progresivamente a una visión historicista. Por lo que sabemos, a la luz de las notas de viaje proporcionadas por la peregrina gallega Egeria, cuando ella visitó la ciudad santa de Jerusalén, a principios del siglo V, la liturgia pascual celebrada en la ciudad se había convertido en una reproducción mimetizada y en un seguimiento escrupuloso de los acontecimientos vividos por Jesús. Nos dice la peregrina que las celebraciones, desde el domingo de ramos hasta el sábado santo, se realizaban observando escrupulosamente el día y la hora de los hechos ocurridos. Para motivar adecuadamente esas celebraciones se leían en cada sitio las narraciones evangélicas correspondientes. El testimonio de Egeria nos permite pensar que este sorprendente viraje en la forma de celebrar la pascua tuvo su origen, dadas las características peculiares de la topografía, en el entorno de Jerusalén.
Podemos imaginar el desarrollo posterior. Establecido el criterio historicista dramatizante, fue fácil, hasta obligado, hacer un montaje diferente de las celebraciones pascuales. La liturgia de Jerusalén sirvió de modelo. De esta forma apareció el domingo de ramos, para celebrar la entrada en Jerusalén; y el jueves santo, para celebrar la cena; el viernes santo, la pasión y muerte; el sábado, al que acabarán llamando “sábado de gloria”, la resurrección. Ya está. Así, dicho de forma un tanto simple, pero realista, se rompió la unidad del misterio pascual. La Iglesia acabó celebrando por separado la muerte y la resurrección, como dos acontecimientos autónomos e independientes. La fractura había quedado consumada.
Este lamentable hecho se fue manifestando en la piedad, en las devociones y hasta en la teología. En la teología, en la escolástica, por supuesto, cuya referencia a la resurrección estuvo revestida de una innegable intencionalidad apologética. En múltiples prácticas de piedad, como el “via crucis”, que terminaba con la sepultura del Señor; o el rosario, que dividía los misterios dolorosos de los gloriosos. Pero la gran manifestación hay que fijarla en la imponente orquestación de la semana santa, que hemos vivido sobre todo en España, con las cofradías, las procesiones, los pasos, los monumentos, los sermones de las siete palabras, y las iglesias vacías para la vigilia pascual.
No es fácil hacer un balance. Yo no me siento en condiciones de ofrecer un diagnóstico, positivo o negativo, para valorar este desarrollo que abarca muchos siglos de historia en la iglesia. En todo caso, el Vaticano II ha ido estableciendo criterios y normas para eliminar, o al menos suavizar, algunos problemas o asperezas: la reforma de la vigilia pascual, ya en tiempos de Pío XII; la nuevas estructura de la semana santa, la de la cuaresma y la del tiempo pascual; y, sobre todo, la primacía de la liturgia sobre las devociones populares. Luego está el nuevo enfoque de la teología y de la pastoral. Desde el viejo libro de Louis Bouyer “Le mystère pascal”, que marcó un hito en la renovación de las celebraciones pascuales, y los estudios del benedictino alemán Odo Casel, ha llovido mucho y hemos dado muchos pasos. Sin embargo, aún queda mucho por hacer. Queda un gran trecho hasta que consigamos que la noche de pascua polarice el interés de toda la cuaresma y la semana santa, y se convierta en el centro medular de la liturgia de la Iglesia.