Ritualidad Ritos El ritualismo mata a la liturgia
| José Manuel Bernal
Es una preocupación sin respuesta, un sueño sin horizonte, una apuesta sin confianza. Hace años que vengo delatando y condenando esta deriva suicida de la liturgia hacia el ritualismo. Las respuestas positivas y los resultados son mínimos, escasos. De entrada quiero hacer aquí una defensa de lo ritual y de la ritualidad pero, al mismo tiempo, una condena sin contemplaciones del ritualismo. Lo ritual y la ritualidad están en la entraña de la liturgia; pero el ritualismo mata a la liturgia. Hemos de reconocer, en todo caso, que el rito tiene mala prensa entre nosotros. Hablamos del rito con un cierto desprecio, con desaire, como si fuera algo carente de prestigio. Dejarnos llevar por los ritos es entrar en el camino de los comportamientos mágicos, infantiles y carentes de sentido crítico. Por eso intento hacer una apuesta por la ritualidad y una condena del ritualismo. Ritualidad y ritualismo no se compaginan.
El rito es una realidad respetable, muy importante en la experiencia cristiana. Voy a citar unas palabras del recordado Juan de Dios Martín Velasco: "El rito es una acción; una acción simbólica y no inmediatamente utilitaria o instrumental. Estos dos elementos son comunes a todo lo cultual. Pero el rito es, además, una acción realizada ordinariamente por un grupo de acuerdo con unas normas precisas; con alguna forma de recurrencia periódica y que pretende hacer eficazmente presente la realidad de orden sobrenatural simbolizada. Sólo cuando se dan estos tres elementos hablamos de ritos en sentido estricto". Los ritos, en efecto, existen, se dan, en el universo de los símbolos. Pertenecen, además, al mundo de las mediaciones, figura imprescindible y esencial en el marco de nuestras relaciones con Dios.
El ritualismo es una adulteración de lo ritual. El ritualismo tiene algo de grotesco, de abuso; es una mofa de la ritualidad. Se cae en el ritualismo cundo uno entiende los ritos en clave mágica; cuando se les atribuye una fuerza sobrenatural y cuasi divina, capaz de producir en quien los practica toda clase de maravillas y efectos portentosos, milagrosos, por encima de los recursos humanos y naturales; peca uno de ritualista, además, cuando considera que el cumplimiento exacto de las normas que regulan la realización de los ritos es lo principal y que una celebración es más o menos perfecta en la medida en que el cumplimiento de las normas rituales es más o menos exacto. Todo eso es ritualismo. Es del todo condenable.
A uno se le tacha de ritualista, sobre todo, cuando piensa que lo de la liturgia y las celebraciones queda confinado en el interior la iglesia, recluido en las sacristías, sin salir a la calle. Cuando piensa que lo importante es cumplir con lo establecido, respetar las tradiciones. Para quienes piensan así la liturgia no tiene nada que ver con la vida real, con el quehacer de cada día, con la vida social y familiar. Para estas personas, por supuesto, existe una dicotomía, un distanciamiento abismal, entre la liturgia y la vida, entre lo que celebramos y lo que practicamos. Este es el ritualismo que mata a la liturgia. Es la divinización del rito.
La ritualidad, en cambio, es una realidad que en los últimos tiempos, entre los sociólogos y antropólogos, sobre todo entre los historiadores de la religión, es altamente respetada y considerada. En realidad, la
ritualidad es una forma positiva de entender la existencia de los ritos en la experiencia religiosa. A mi juicio, tendríamos que ser capaces de distinguir la importancia y el sentido positivo de los ritos en nuestra experiencia cristiana; y distinguirlos del ritualismo, condenable por ser una adulteración de lo ritual. Cuando hablamos tendríamos que saber matizar y distinguir una cosa de otra.