Politiquerías Eclesiasticas

Causa bochorno y vergüenza la comprobación de que cuanto se relaciona con la política, se administre, en proporciones tan considerables, con la corrupción, en cualquiera de sus modos y maneras. Ya sé que todas las generalizaciones son improcedentes, y que con frecuencia “pagan los justos por los pecadores”, así como que los medios de comunicación se sienten sistemáticamente proclives a la publicación de “lo malo”, con olvido o rechazo de “lo bueno”. Por supuesto que también se sabe, se demuestra, y seguirá demostrándose con toda clase de pruebas, aún judiciales y “foradas”, que los medios de comunicación se quedaron tantas veces cortos en sus noticias y en la apreciación de las mismas.

La profanación de términos tales como “pueblo”, “bien común”, “asuntos públicos”, “democracia”, “presunción de inocencia”, “administración de la justicia”, y tantos otros, alcanza en la actualidad encallanamientos tan notorios, - “legales” o “legalizables”, que a muchos les resulte explicable la arriesgada aspiración de volver a tiempos autárquicos colindantes con los prevalecieron los procedimientos dictatoriales , en los que ni siquiera era posible reseñar, ni en público ni en privado, quejas como las aquí, y ahora, formuladas.

Sin exageración de ninguna clase, con sensatez, equilibrio y pruebas, además de la reflexión requerida, para evaluar lo más aproximadamente posible las ventajas y las desventajas de los sistemas nominalmente democráticos como el que vive la sociedad actual, la conclusión que se alcanza en grandes pagos y demarcaciones, es la necesidad de “democratizar” la democracia como tarea principal y urgente. Hacer perdurar su nombre y algunas –pocas- formas y procedimientos, para mantener falsas y engañosas apariencias, aceleraría la firma del certificado de su defunción. La democracia en España pervive capítulos impensables de hipocresía, no merecedores de que en ellos se hubieran colocado tantas y tan bellas esperanzas, con el sacrificio de muchos, al borde ahora de perder toda, o casi toda, confianza en personas e instituciones, que prometían y estimulaban la participación de todos, como fórmula efectiva de solución a los problemas, cuya gravedad y enquistamientos se les achacaban a los regímenes personalistas.

Sin la canonización de procedimientos democráticos en el ejercicio y práctica de la institución eclesiástica, los males y las deficiencias son idénticos y aún peores. La teocracia está de por sí expuesta a interpretaciones diversas, contradictorias e interesadas. “Divinizadas”, “en el nombre de Dios” y con expresa invocación del Espíritu Santo, los argumentos dimanantes de tan “dogmático” procedimiento, habrán de aceptarse “ex ópere operato” sin discusión ni remordimiento.

Pero el hecho es que también en los territorios propiamente eclesiásticos, ni la teocracia ni la democracia imponen los criterios del servicio al pueblo, no diferenciándose entre unos y otros, como lo demandan las personas y más si les fue conferida en virtud de la recepción del bautismo la gracia de Dios , y a algunos, además, la integración- consagración en los estamentos jerárquicos.

La realidad es que en la Iglesia, políticas y politiquerías irrumpen con impunidad e impudicicia en su organización principios, organismos, teología y prácticas canónicas y procedimentales. El hecho es tan cierto, que el testimonio y ejemplo que pudiera darle la Iglesia a la sociedad en la aplicación y respeto a las exigencias de su profesión “democrática”, carecería de fiabilidad y sentido.

Las politiquerías movilizadas en las más altas esferas de la administración diocesana “et supra”, no siempre están al servicio del pueblo de Dios, sino de los intereses “sagrados”, o no tanto, de personajes, “obras”, movimientos o grupos, son patentes y bien conocidos por todos aquellos que, antes de cerrar infinitamente sus ojos y oídos para no perderse cuanto acontece, prefirieron no dimitir de su condición de cristianos. A la Iglesia le sobran políticas y politiquerías. Les faltan laicos, sacerdotes y obispos, que aspiren de verdad, y comprometidamente, a ser y a ejercer de cristianos y de buenas personas, como meta de religiosidad y de vida.
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