"Curas" de quitarse el sombrero

Son tantas las noticias que nos llegan cada día y, a menudo, con tan graves consecuencias para la vida de la gente, que quién va a dar importancia lejos de su entorno al asesinato de un sacerdote murciano, el padre Salvador Fernández Ciller, muerto, casi seguro, a manos de aquellos “necesitados” a quienes acogió en su casa.
Dejo para los que vivían cerca de este hombre todas las precisiones que el caso requiera, pero confieso que a mí me conmueven mucho estas cosas. Siempre he admirado a aquellos sacerdotes, mis compañeros, que tienen facilidad para abrir la casa parroquial, o la suya, a quienes están en situación de necesidad. Más aún si no los conocen, especialmente, de manera que no han podido surgir vínculos de amistad. Sólo, porque sí, por su necesidad, porque “yo tengo y tú necesitas”.
En mis idas y venidas por distintas diócesis he conocido a “una serie de ejemplares” de quitarse el sombrero. Gente con una casa modesta, más fría y desordenada que otra cosa, con el frigorífico medio vacío, un televisor entrado en años, poca ropa y desordenada en el armario, solos al final del día, y ellos con una sencillez y esperanza a prueba de bombas. No los mitifico, simplemente admiro su saber vivir al día y su honradez para hacer concreta la caridad. “En caso de extrema necesidad, todos los bienes son comunes”, decía (dice) nuestra tradición moral cristiana, y ellos aprendieron a darle forma cotidiana con la naturalidad de un pájaro que echa a volar cada mañana.
Me gusta esa gente, me gustan esos curas; tienen unas cuantas ideas claras desde su juventud y las han seguido con celo adolescente. Tienen razones de fe, saben mirar la vida en su verdad última, pero más aún sienten la misericordia de Dios y dejan que, por medio de ellos, llegue a otros. Los curas que abren las casas parroquiales, o sus casas, a quienes están más necesitados que ellos son de otra galaxia, y nos dejan calladitos a los demás. Luego no suelen llegar muy lejos, “de tejas para abajo”, y su voz apenas resuena en los claustros, consejos, conferencias y dicasterios, pero sin duda son los primeros que Dios cuenta cuando quiere reconocer cuántos justos hay entre nosotros. A lo mejor D. Salvador no era exactamente, así, como me lo estoy imaginando, pero, qué más da, se lo merecería. ¡Qué Dios se lo pague!
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