Pascua tocando tierra

Vivir la Pasión y Pascua, hoy, no es fácil; es difícil. El mundo en el que somos ciudadanos, nuestro querido mundo, no invita a expectativas como la de Jesús y su Dios. Sus esperanzas son de corto alcance y plazo. Se tienen que concretar en salud, dinero, ocio y familia. El mundo, nuestro querido mundo, merece muchas críticas, pero no nos ensañemos con él; no lo pensemos como si nos fuera ajeno. Sus dolores y olvidos son los nuestros. Y sus logros y sueños también nos pertenecen. Vivimos en el mundo y a él nos entregamos desde dentro. Lo hacemos con honradez y, a la vez, sin altanería; nada que nos separe de la gente sencilla (Mt 23, 1-12). Y es que “te doy gracias, Señor del Cielo y de la Tierra, porque has revelado estas cosas a la gente sencilla” (Lc10, 21-24). Por eso evangelizar es vivir y contar el misterio de la misericordia de Dios como buena noticia ofrecida, regalada, celebrada y consoladora: “Si el afligido invoca al Señor, Él lo escucha” (Salmo 32, 2-3).
Queremos convertimos al Dios Amor y anunciar la Pascua. Pero, ¿a quién? En medio de las idas y venidas diarias, el mundo no espera a menudo más que el próximo puente festivo. En medio de la levedad del mundo, el anuncio del Evangelio, la Buena Nueva del Reino de Dios, de la Pascua a la que nos acercamos, el anuncio significativo de la persona, la vida y las palabras de Jesús, el Cristo, las bienaventuranzas y su Vida, constituyen algo raro en nuestra cultura. En apariencia, más extraño que nunca. En el fondo, no tanto. La historia del cristianismo en el mundo tiene muchos momentos de gloria y reconocimiento más relativos que incondicionales. Algo así como una obra de teatro donde el decorado vela la otra cara de la realidad. Tal vez la más importante. Debemos reconocer este conflicto de fondo a la hora de valorar las posibilidades y dificultades de la evangelización. De ahí el hondo sentido de este grito evangélico: “Te doy gracias, Señor del cielo y de la tierra, porque has revelado estas cosas a la gente sencilla” (Lc 10, 21).
La fuerza interior de esta provocación evangélica va a ser más necesaria que nunca. Tengo para mí que estamos ante uno de los momentos más difíciles para el Evangelio. La razón es clara. Nos encontramos, por primera vez, ante destinatarios que, en muchos casos, no tienen explícita conciencia religiosa, no la reconocen en su intimidad; gente que, culturalmente, no aprecia la respuesta religiosa ni siente la inquietud de tal pregunta. Son nuestros hermanos, no nuestros enemigos. Y aquí estamos nosotros, en medio de esta realidad y dentro de ella, sin margen para escaparnos a territorios más apacibles. Nos tienta el silencio de una espiritualidad desencarnada, nos tienta pedir un fuego del cielo que lo devore todo, nos tienta constituirnos en “resto santo” de salvados y salvadores, nos tienta reclamar nuestra parte en el patrimonio cultural de España y, desde ahí, cual cabeza de puente, reconquistar el territorio natural de la fe... todo eso es ridículo... la Pascua, el Señor de Vivos y Muertos, nos ha convocado en “la Galilea de los gentiles”, por más que resuene en nosotros la pregunta de “si de allí puede venir algo bueno”.
Sé que este lenguaje figurado se presta a cualquier interpretación, pero la Pascua es y será siempre buena nueva de salvación para los sencillos, los pequeños, los pecadores, los pobres, los excluidos, los oprimidos, los bienaventurados, es decir, todos los que aprendieron a hacerse niños, ¡a menudo, maltratados de tantas maneras!, hasta tener experiencia propia de la fuerza amorosa de Dios y sentirse queridos por Él contra toda evidencia. Servimos a la Pascua, como Buena Noticia de la salvación de Dios “para los que Dios nunca ha sido noticia buena”, y, tras esta conversión, nos hermanamos en la Iglesia y, desde ella, ¡también convertida al Evangelio!, nos ofrecemos al Mundo como testigos de una fe compasiva y como compañeros de unos compromisos “divinos” por la justicia y la paz. Es un sueño, pero es el sueño arrancado por Cristo a los poderes de la muerte. Feliz Pascua.
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