Ante "el caso Lefèbvre": decepción doctrinal y pastoral
El director de la sala de prensa del Vaticano, Federico Lombardi, aseguró hace unos días que "quien niega la Shoah no sabe nada ni del misterio de Dios ni de la Cruz de Cristo", en alusión a las polémicas declaraciones del obispo lefebvriano Richard Williamson, que minimiza el número de víctimas y niega la existencia de las cámaras de gas.
Cuando leí esta declaración, me dije, “efectivamente, el Padre Lombardi ha puesto el dedo en llaga. No sé si lo ha pretendido, así, directamente, pero lo ha hecho. Porque la primera heterodoxia, la más sustantiva, de los seguidores de Lefèbvre no es sobre determinadas declaraciones doctrinales y reformas subsiguientes del Concilio Vaticano II, sino sobre el Misterio de Dios a partir de su Cristo, del modo como Jesús de Nazaret es Cristo de Dios e Hijo.
Éste es el asunto más vital y hondo de la fe, y que por muy abierto que esté a lo inaprensible de la revelación de Dios y por más que tenga su referencia normativa en la fe de la Iglesia, nadie puede evitar verse desnudo ante él, “desnudo como los hijos de la mar”, y amoldarlo a sus medidas “espirituales”, y ellos, a mi juicio, quedan más desnudos que la mayoría de nosotros ante el Jesucristo de Dios en la Cruz, según los Evangelios”.
Hay una lucha sin cuartel entre nosotros por asegurarnos estar en la verdad de Dios, en la obediencia de la Verdad. “Yo soy de Pedro, yo soy de Apolo, yo soy de Pablo…”, y lo soy porque me remito a tal o cual tradición litúrgica, me avala tal o cual autoridad eclesial, formulo con este o aquel matiz la fe de la Iglesia. Todo tiene su importancia, pero nada es comparable con el Jesucristo de Dios, el Hijo, y su mesianidad personal y única, manifestada en palabras y acciones “curativas” de los hombres y mujeres más débiles y necesitados del Amor encarnado de Dios.
Mesianidad samaritana, curativa, salvadora y hermanada, que siempre echa raíces entre los últimos si quiere crecer conforme al Espíritu de Cristo. Es así, sin remedio, sin escapatoria, sin disculpa doctrinal o tradicional que reclame otras urgencias.
Mesianidad samaritana que sin remedio (¿casi?) termina en la cruz a manos de los mismos, los puros, los ortodoxos, los perfectos, y que en la cruz acoge y salva la vida de todos los maltratados y hasta de los pecadores arrepentidos No están solos los puros y ortodoxos, pero siempre llevan la voz cantante y apelan a la misma razón, “conviene que un hombre muera, antes de que el pueblo (la iglesia) perezca”. Apelo a las bienaventuranzas una y mil veces. No son todo el Evangelio de Jesucristo, pero son su gramática teologal y vital.
No me molesta que nadie vuelva a la fe común y así se le reconozca. Me alegro. No es mi fuerte decir en concreto quién está dentro y quién fuera. Lógicamente me desazona entregarme a una Iglesia, la que me acoge, pero a la que entrego lo mejor de mí mismo, ¡algo de ello al menos!, me desazona –digo- que recuperar la unidad de fe con los seguidores de Lefèbvre sea una preocupación primordial y, sobre todo, con tan escaso requerimiento doctrinal y afectivo para lograrla. No sé qué gana la identidad y la acción evangelizadora de la Iglesia Católica entre los suyos, nosotros, y ante el mundo, empeñándose en este gesto, sin que lo preceda una expresión pública y rotunda de comunión con la fe común.
No estoy en secreto de las cosas y no quiero seguir por el camino de tener que imaginar esto o lo otro. Que el Papa haya acogido precisamente a estos obispos cismáticos en el día en que 50 años atrás se convocó el Concilio, obispos que siguen estando contra la libertad religiosa y que no aceptan las reformas del Concilio Vaticano II, es como mínimo un gesto pastoral decepcionante.
Si hay opinión pública en la iglesia, o más profundamente, “sensus fidelium”, dicho queda con todo respeto y firmeza.
Cuando leí esta declaración, me dije, “efectivamente, el Padre Lombardi ha puesto el dedo en llaga. No sé si lo ha pretendido, así, directamente, pero lo ha hecho. Porque la primera heterodoxia, la más sustantiva, de los seguidores de Lefèbvre no es sobre determinadas declaraciones doctrinales y reformas subsiguientes del Concilio Vaticano II, sino sobre el Misterio de Dios a partir de su Cristo, del modo como Jesús de Nazaret es Cristo de Dios e Hijo.
Éste es el asunto más vital y hondo de la fe, y que por muy abierto que esté a lo inaprensible de la revelación de Dios y por más que tenga su referencia normativa en la fe de la Iglesia, nadie puede evitar verse desnudo ante él, “desnudo como los hijos de la mar”, y amoldarlo a sus medidas “espirituales”, y ellos, a mi juicio, quedan más desnudos que la mayoría de nosotros ante el Jesucristo de Dios en la Cruz, según los Evangelios”.
Hay una lucha sin cuartel entre nosotros por asegurarnos estar en la verdad de Dios, en la obediencia de la Verdad. “Yo soy de Pedro, yo soy de Apolo, yo soy de Pablo…”, y lo soy porque me remito a tal o cual tradición litúrgica, me avala tal o cual autoridad eclesial, formulo con este o aquel matiz la fe de la Iglesia. Todo tiene su importancia, pero nada es comparable con el Jesucristo de Dios, el Hijo, y su mesianidad personal y única, manifestada en palabras y acciones “curativas” de los hombres y mujeres más débiles y necesitados del Amor encarnado de Dios.
Mesianidad samaritana, curativa, salvadora y hermanada, que siempre echa raíces entre los últimos si quiere crecer conforme al Espíritu de Cristo. Es así, sin remedio, sin escapatoria, sin disculpa doctrinal o tradicional que reclame otras urgencias.
Mesianidad samaritana que sin remedio (¿casi?) termina en la cruz a manos de los mismos, los puros, los ortodoxos, los perfectos, y que en la cruz acoge y salva la vida de todos los maltratados y hasta de los pecadores arrepentidos No están solos los puros y ortodoxos, pero siempre llevan la voz cantante y apelan a la misma razón, “conviene que un hombre muera, antes de que el pueblo (la iglesia) perezca”. Apelo a las bienaventuranzas una y mil veces. No son todo el Evangelio de Jesucristo, pero son su gramática teologal y vital.
No me molesta que nadie vuelva a la fe común y así se le reconozca. Me alegro. No es mi fuerte decir en concreto quién está dentro y quién fuera. Lógicamente me desazona entregarme a una Iglesia, la que me acoge, pero a la que entrego lo mejor de mí mismo, ¡algo de ello al menos!, me desazona –digo- que recuperar la unidad de fe con los seguidores de Lefèbvre sea una preocupación primordial y, sobre todo, con tan escaso requerimiento doctrinal y afectivo para lograrla. No sé qué gana la identidad y la acción evangelizadora de la Iglesia Católica entre los suyos, nosotros, y ante el mundo, empeñándose en este gesto, sin que lo preceda una expresión pública y rotunda de comunión con la fe común.
No estoy en secreto de las cosas y no quiero seguir por el camino de tener que imaginar esto o lo otro. Que el Papa haya acogido precisamente a estos obispos cismáticos en el día en que 50 años atrás se convocó el Concilio, obispos que siguen estando contra la libertad religiosa y que no aceptan las reformas del Concilio Vaticano II, es como mínimo un gesto pastoral decepcionante.
Si hay opinión pública en la iglesia, o más profundamente, “sensus fidelium”, dicho queda con todo respeto y firmeza.