De las patrias y cosas por el estilo
Personalmente no conozco lugares indiferentes hacia la cuestión nacional. Sí, personas concretas, pero no colectivos. Donde éstos parecen indiferentes al tema, en realidad es que están dentro de una nación-estado reconocida y sin problemas de contestación interna. En cuanto es contestada, aparece el nacionalismo defensivo primero, combativo después, y en calma tras la victoria. Es un ciclo casi inevitable. (En el caso español, una vez descubierto el filón de votos que es la cuestión nacional, en la periferia, y ahora en el centro, el proceso es imparable, y nos acompañará como el apellido. Otra cosa es su expresión violenta, una barbaridad del totalitarismo político de una minoría, con apoyos sociales no tan reducidos, por desgracia).
Y sobre quiénes tienen este derecho de “autodeterminación”, y cómo complementa el de la libertad individual, pues es claro que tienen que darse factores objetivos compartidos por la gente de una comunidad, (pueden ser claros en sí mismos, o serlo al menos para su gente), conciencia común sobre esos factores como núcleo de una identidad, y voluntad política de querer traducirlos en soberanía. No hay una regla o medida, sino una amalgama de hechos y sentimientos, que se traducen al cabo en una voluntad política diferenciada, que ya no puedes contener sino pactando o reprimiendo.
Moralmente, en Estados de larga vida en común y libre, en cuanto al autogobierno de estas colectividades humanas diferenciadas, no parece necesario ir más allá de lo que exija el respeto de una identidad cultural peculiar; pero, en la práctica política, pesan más los intereses (nos conviene o no) y la voluntad popular (queremos y se nos debe). Y cuando se dan estas circunstancias, tenemos algo peculiar, somos conscientes de ello, y queremos traducirlo a soberanía política, las cartas están marcadas.
A mi juicio, el problema mayor lo platean, de un lado, los Estados constituidos y reacios a perder poder (soberanía). Es normal, nadie cede poder por razones morales o democráticas. Maquiavelo lo enseñó. Y de otro lado, el problema son los nacionalismos muy contestados en su propia comunidad humana: o porque parte de su población se reconoce de otro nacionalismo (por ejemplo, el español), o porque no entiende el nuevo sin sumarlo al de otros pueblos en el mismo Estado. Éste es el problema político fundamental. El otro, el que piensa las naciones como sujetos sociales bien definidos y unánimes en un lugar preciso, no siempre se da, y cada vez se dará menos.
Por tanto, y si aceptamos el principio democrático de que la gente no esté donde no quiere estar, hay que reconocer que la salida siempre será pactar y pactar; y si algún día no es posible, siempre nos quedará la libertad de la autodeterminación, con la obligación para la nueva entidad política de respetar los mismos derechos y libertades políticas y culturales a sus minorías nacionales. Es la eterna historia de que no existe la justicia perfecta en nada, pero sí es posible pensar en cómo moralizar algo más nuestra convivencia política, en un Estado, en treinta, en mil o en ninguno. El tiempo dirá que institución política es posible, y nos conviene, para ascender un peldaño en una civilización más respetuosa de todos. Entre tanto, todos tenemos que revisar nuestros nacionalismos, conducirnos por el criterio de solidaridad, y si nos tienta el “queremos esto y punto”, saber civilizar nuestras relaciones políticas y pactos. Todos contra el terror y el totalitarismo fanático, pero desde la democracia y, si posible es, la solidaridad generosa.
Y sobre quiénes tienen este derecho de “autodeterminación”, y cómo complementa el de la libertad individual, pues es claro que tienen que darse factores objetivos compartidos por la gente de una comunidad, (pueden ser claros en sí mismos, o serlo al menos para su gente), conciencia común sobre esos factores como núcleo de una identidad, y voluntad política de querer traducirlos en soberanía. No hay una regla o medida, sino una amalgama de hechos y sentimientos, que se traducen al cabo en una voluntad política diferenciada, que ya no puedes contener sino pactando o reprimiendo.
Moralmente, en Estados de larga vida en común y libre, en cuanto al autogobierno de estas colectividades humanas diferenciadas, no parece necesario ir más allá de lo que exija el respeto de una identidad cultural peculiar; pero, en la práctica política, pesan más los intereses (nos conviene o no) y la voluntad popular (queremos y se nos debe). Y cuando se dan estas circunstancias, tenemos algo peculiar, somos conscientes de ello, y queremos traducirlo a soberanía política, las cartas están marcadas.
A mi juicio, el problema mayor lo platean, de un lado, los Estados constituidos y reacios a perder poder (soberanía). Es normal, nadie cede poder por razones morales o democráticas. Maquiavelo lo enseñó. Y de otro lado, el problema son los nacionalismos muy contestados en su propia comunidad humana: o porque parte de su población se reconoce de otro nacionalismo (por ejemplo, el español), o porque no entiende el nuevo sin sumarlo al de otros pueblos en el mismo Estado. Éste es el problema político fundamental. El otro, el que piensa las naciones como sujetos sociales bien definidos y unánimes en un lugar preciso, no siempre se da, y cada vez se dará menos.
Por tanto, y si aceptamos el principio democrático de que la gente no esté donde no quiere estar, hay que reconocer que la salida siempre será pactar y pactar; y si algún día no es posible, siempre nos quedará la libertad de la autodeterminación, con la obligación para la nueva entidad política de respetar los mismos derechos y libertades políticas y culturales a sus minorías nacionales. Es la eterna historia de que no existe la justicia perfecta en nada, pero sí es posible pensar en cómo moralizar algo más nuestra convivencia política, en un Estado, en treinta, en mil o en ninguno. El tiempo dirá que institución política es posible, y nos conviene, para ascender un peldaño en una civilización más respetuosa de todos. Entre tanto, todos tenemos que revisar nuestros nacionalismos, conducirnos por el criterio de solidaridad, y si nos tienta el “queremos esto y punto”, saber civilizar nuestras relaciones políticas y pactos. Todos contra el terror y el totalitarismo fanático, pero desde la democracia y, si posible es, la solidaridad generosa.