El celibato católico y las sacerdotisas - I
Fue a principios del s. IX que Carlomagno para evitar la partición de los territorios guardados por la Iglesia de Occidente, quiso suprimir las frecuentes divisiones de los repartos de herencias. La solución fue que los obispos no se casaran. Pero no era posible llevar el celibato a los obispos si antes no se instauraba un sacerdocio de presbíteros también célibes, de entre los que se elegirían luego los obispos.
Hoy, todavía, en la Iglesia católica oriental - en la que no influyó Carlomagno - el celibato es de libre elección y no excluye el Orden. Y en la Iglesia latina también se es totalmente libre para elegir el sacerdocio... sólo que no compatible con el matrimonio. Es una disciplina de la Iglesia de Occidente que se funda en la doctrina de los Apóstoles, especialmente San Pablo, y de los Santos Padres.
Sobre la virtud que lo sustenta.
La castidad. ¿Ven ustedes esa fotografía con los ordenandos de bruces revestidos de sus albas? Ese alba con el cíngulo que la ciñe simboliza la pureza del alma que se ha de mover en lugares sagrados, el templo, el altar y las almas. La castidad es la fuerza del célibe, una virtud interior que hace fácil el celibato y lo sustenta. No al revés, el celibato no puede sustentar la castidad. El celibato sin castidad es una contradicción que no puede mantenerse mucho tiempo, a riesgo de volverse locos. Creo que la razón de su tan frecuente fracaso está en la doctrina nueva de la Iglesia que, en la práctica, ha perdido el enfoque sobrenatural del sacerdocio. Su evidente protestantización centra al sacerdote más en el oficio que en la devoción y respeto al sacramento del Orden.
Al difuminarse la proyección hacia Dios, todas las formas eclesiásticas se vacían de sentido, son como aquellos sepulcros blanqueados que enfurecían al Jesús de los Evangelios. Un desequilibrio que en las últimas décadas nos dio no pequeña porción de sacerdotes al borde de la esquizofrenia. Por las cosas santas que hacen y dicen y la frivolidad interior desde la que, algunos, añoran “lo perdido”. Es decir, lo humano, el mundo. En tosca síntesis, el orgullo, el sexo y el dinero.
Miren una cosa, el celibato no se impone a nadie. De la misma manera que no se ordena sacerdote a ningún hombre en contra de su voluntad. Es todo al revés. El sacerdocio es una llamada que en la Iglesia siempre se ha cuidado, con mayor o menor énfasis, que esté bien fundada, firme, testimoniada y expresa. Además de que, si el celibato es una condición del sacerdocio católico, quien sinceramente quiere ser sacerdote ya la trae aceptada al solicitarlo a la Iglesia.
Pero hay algo de mayor fundamento. Para los que con verdadera vocación viven el misterio del altar y se ven cada día tan cerca de la zarza ardiente, se hace consecuencia natural el celibato. Es la grandeza única del sacerdote católico que maneja entre paños y vasos cosas tan grandes que le sobrepasan: el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo entregados por nosotros en el Santo Sacrificio de la Misa.
Esto me fuerza alguna ilustración. Cuando dos grandes compañías multinacionales le ofrecieron al ex-presidente americano Richard M. Nixon que aceptara presidirlas él lo rehusó diciendo: «Después de dirigir a la nación más poderosa del mundo no hay cargo que entusiasme». Parece lógico. Y el filósofo judío Filón afirmaba que el celibato por motivos de religión era costumbre entre los hebreos, y que la tradición rabínica asegura que cuando Moisés bajó del Sinaí «no conoció más a su mujer». (Filón, Comentarios a las Sagradas Escrituras).
Y del mismo modo podemos creer que desde que la Virgen María fue cubierta «por la fuerza del Altísimo» le resultara de lo más natural continuar virgen, y a San José entenderlo. Me afirmo, pues, en la opinión de que en la castidad, fuente del celibato, hay como una reciprocidad metafísica: la de responder sublimando la naturaleza a una llamada que es sobrenatural.
Y en el próximo artículo hablaremos del sacerdocio femenino.