El celibato... y las sacerdotisas - II

Era el s.IV cuando un gallego llamado Prisciliano, Obispo de Ávila, postulaba lo mismo que ahora defienden algunos: las mujeres mezcladas al retortero en tareas sagradas, un igualitarismo envilecedor del sacerdocio católico y su consecuente reivindicación para las mujeres. (cfr. Henry Chadwick, Prisciliano de Ávila, Espasa, Madrid)

Lobby espontáneo feminista.- Las feministas político-religiosas de la Iglesia tienen gran poder coactivo, especialmente entre sus hermanas o en cualquier lugar donde con su mordacidad y falsa erudición minen la inocencia de sus oyentes. Su proyección de la lucha de clases, su agit-prop, sigue la siguiente secuencia: la 'injusticia' de la desigualdad con los hombres; luego, en necesaria causalidad considerarles inferiores, incluido el capellán. Después, el control de todos los resortes de la comunidad y finalmente la reducción de la obra religiosa que las soporta a una lejana semejanza con la fundación. Quienes protestan son ridiculizadas o desmentidas. No pocas de estas agentes pasionarias vinieron a España de comunidades americanas donde ya habían destacado por sus fiebres revolucionario-marxistas.

Naturalmente, ninguno de sus empeños tiene que ver con la fe ni con la teología, sólo con la destrucción de la vida religiosa, o peor aun la subversión de la Iglesia. Usan de ella, la fe, para canibalizarla de reivindicaciones que el del rabo pronto sabe aprovechar. En sus comunidades estas mujeres suelen ostentar un raro poder en aquellas hermanas pacíficas o ciegas voluntarias al mal. Las que temblando de miedo ante brotes violentos de maldad, sin ayuda a quien acudir se cohiben de subir a un tren o llamar por teléfono e informar a sus familias o a sus superiores.

Las feministas sufren tanto con la desigualdad querida por nuestro Creador que exigen, de momento, que a Dios lo consideremos mujer; no hombre y mujer a la vez sino mujer solamente. Aducen que en el Antiguo Testamento Dios se identifica como madre en un texto de Isaías: «Como aquel a quien consuela su madre, así os consolaré yo a vosotros.» (Is 66, 13) Les es intolerable que Cristo en el Padrenuestro no se refiriera al “Ente supremo” (¿debería escribir “la Enta”?) como “madre” y “altísima”... ¿Cómo no reclamar el sacerdocio femenino?

En este maratón hacia el manicomio una monja llegó a afirmar que la Trinidad tenía un único componente femenino. (L’Osservatore Romano, 10.08.1983). Que las tres personas son del sexo femenino y no masculino. Que el mismo Espíritu Santo es en realidad «la Espírita Santa», sic. Extravagancia que no es nueva − ¡Oh, la originalidad de la progrez! −, pues ya lo presentaban así unos herejes llamados “Obscenos”, qué sugerentes, los cuales imaginaban mujer a la Tercera Persona. Incluso la adoraban en una de sus sectarias. Por tanto, la Virgen María habría sido cubierta por la fuerza de un ser femenino y Jesús sería hijo de dos féminas. «Y como la tercera persona, el Espíritu Santo, procede del Hijo tendríamos que la madre del hijo fue originada por éste.» (Romano Amerio, Iota Unum).

Por desgracia, muchas buenas personas por no disgustar o disgustarse, y otras que se aferran a conceptos surgidos de sus propias eleciones, secundan estas mamarrachadas. Y más de una por atontarse con ese buenismo que oculta el miedo a pensar. No reparan en lo que puede esconderse en estos intentos. Por ejemplo, que la “teología feminista” al imponer el uso doblado del género no sólo destruye el sacerdocio y, en consecuencia, el Santo Sacrificio de la Misa, sino que induce el relativismo y, también, la homosexualidad; para ésta, decisivo el desprecio al hombre sentido en lo profundo por las feministas. (Igualmente se repite en las bromas irrespetuosas contra las mujeres, madres, esposas o amas de casa, que algún párroco se atreve a intercalar en sus homilías.)

El sacerdocio visto por las feministas.- Defienden que si el Mesías se hubiera encarnado hoy habría elegido el sexo femenino, lo cual implica rectificar todas las escrituras. A pesar de que, bien mirado, en ellas tal propuesta de un Mesías-mujer no habría sido rara. Ni en Egipto fue extraña una mujer faraón, como Hatshepsut; ni a los hebreos les faltaron grandes heroínas, como Judit. Sin embargo, los profetas nunca señalaron a una mujer mesías sino, siempre, a un “Varón de dolores” (Is 53, 3).

La Misa es un sacrificio, el del Gólgota, único y solo sacrificio renovado en nuestros altares de forma incruenta. El sacerdote católico está ordenado esencialmente "a ofrecer el Sacrificio" de la Misa, como reza la fórmula de la imposición de manos. Mucho antes de la Encarnación ya se había regulado que los holocaustos se realizarían con una víctima macho lo que obliga a la Iglesia a ajustarse al diseño de Dios y ofrecer la víctima según las normas del Levítico que el mismo Cristo quiso guardar. «No penséis que vine a destruir la Ley y los profetas...» (Mt 5, 17)

Comprendemos, pues, que los sacerdotes católicos no ya por su sacerdocio sino porque actúan “en la persona de Cristo” deben ser, además de sacerdotes, hombres. Por este propósito, podríamos deducir que la Segunda Persona trinitaria se encarnó como hombre para ser víctima de holocausto. Dato olvidado a menudo y que, entre tantos otros, señala la divinidad de Jesús. Recordando este rito sacrificial el sacerdote de la Iglesia cubre con su mano el pan y el vino que van a ser ofrecidos, como el trigo y el vino ofrecido a Dios por el Sumo Sacerdote Melquisedec.

Si aceptáramos el sacerdocio femenino desnaturalizaríamos el Sacrificio Eucarístico y, en consecuencia, la divinidad de Jesucristo... Es el fin que esconde el intento de “afeminar” el sacerdocio católico. Viejos afanes de los enemigos de nuestra religión que, como vimos al principio, se presentan hasta en las cosas más triviales. Por ejemplo, la moda de las muchachas monaguillas, en lugar de chicos. ¿No hay en esa “tierna animación” del presbiterio cosecha de futuras sacerdotisas? Lo mismo diremos de la permisividad con las mujeres “ministras” (?) de la comunión y lectoras “sagradas” alrededor del altar, con lo que se sugiere para ambos sexos algún grado de igualdad ministerial.

Recomendación: Carta apostólica "Ordinatio sacerdotalis", de 22 de mayo de 1994.
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