La fe es fruto de la vida y no de la huida. ©





El título de este post me lo sugiere aquella afirmación de Bertrand Russell de que la religión se sustenta en el miedo a la muerte. ¿Y por qué recurro al aristócrata inglés? Pues porque no estoy de acuerdo con él. Pienso, muy al contrario, que el mayor interrogante y el más comprometido es el de descubrirnos vivos. Nuestro misterio esencial parte desde el vivir, el estar viviendo, y no tanto del dar en la mar que es el morir. De esta realidad surge y a la vez se aleja este artículo en defensa del sentir religioso denostado por el izquierdista Conde de Russell.

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Como bien saben mis lectores, la destrucción de la Misa ha sido piedra de toque en mi fe y clarín de batalla contra los hijos del mentiroso. (Jn 8, 31-ss) Porque si bien muchas veces he afirmado que la Misa no es toda la religión, realidad que subrayo, también es cierto que sin ella las virtudes hasta ayer tenidas por cristianas se vuelven vulgar ideología, cartilla de urbanidad. Y es que solamente los espíritus que en ella, la Misa, se impregnan de Caridad -en tanto que virtud teologal- pueden practicar "la religión pura y sin mancha de socorrer a los huérfanos y a las viudas en sus aflicciones." (Sant 1, 27) Y esto es religión en cuanto entidad o parte intrínseca de la existencia, del ser y estar de cada uno de nosotros.

Es el sentido que define a la religión, el sobrenatural, porque en la Misa alabamos al Dios inmenso, al que no vemos, para aprender a amarle en el prójimo, criatura suya, al que sí vemos. (1 Jn 4, 20) El amarle a Él no sólo es el primer mandamiento sino que "no hay otro fuera de él" Mc 12, 32) La defensa de la Liturgia, es decir, de la Misa, desde hace ya más de medio siglo violentamente desacralizada, estimuló mi protesta sustentada en el principal de los Mandamientos que, al menos hasta mi generación, consistía en "amar a Dios sobre todas las cosas y -consecuentemente- al prójimo como a nosotros mismos".

Sin este mandamiento y sin tal virtud de poco serviría, mejor dicho, de nada, una fe que moviera los montes, el dar todos los bienes a los pobres, hablar todas las lenguas y ofrecer a las llamas nuestro cuerpo. (1 Co 13). Por eso hemos de pregonar que la Misa es, fue y siempre será, el centro y motor de la religión católica, en tanto que sacrificio verdadero ofrecido, in personna Christi, al Padre Todopoderoso, de quien por su Hijo nuestra vida es perdurable. (cf Catecismo, 1074; Lc 22, 19; 1 Co 11, 20 y ss) Evidencia histórica hasta el Concilio Vaticano II que la adulteró. Y con ello la Iglesia se ha ido diluyendo bajo los pies de sus peores enemigos. Valga decirlo sobre la actualidad de testimonios infernales en sus Estados Mayores.

Mas, por otra parte, si vamos a Misa con mucha devoción y no nos hacemos más humanos, malo. Muy malo. Algo estamos haciendo mal. Ese “ir a Misa” sin ser más marido de mi mujer o más mujer de mi marido; más despojados de falsas seguridades pero más ciertos de estar vivos, aquí y después aquí. Sería tiempo perdido. Sería la ruindad de una religión que nos aporta, o en la que se busca, la supuesta aristocracia del “trato divino” -¡Oh, Dios! gracias te doy porque no soy como los demás... ayuno tantas veces... (Lc 18, 11-12)- renunciando a los deberes y felicidades de la vida que Dios nos ideó como medio y camino. Porque la ambición de una santidad buscada en referencias celestiales nos hace ignorar o, más cierto, despreciar las vias propias de nuestros deberes y felicidades, olvidando que en el plan de Dios, somos nuevas criaturas que Él quiso hacer distintas de los ángeles.

No es de recibo que la búsqueda de lo divino se funde en la grosera pretensión de que este mundo que nos hospeda es pecaminoso per se. Resulta muy común que todo se reduzca a buscar quimeras de santidad... para andar errabundos en el medio recibido. Olvidamos que la santidad es el don que recibe el alma que ha vivido como Dios la ideó. En un medio, quiero decir este tiempo y esta tierra, a menudo minusvalorado por cobardía, cuando no por deserción de nuestras realidades. Leamos y estudiemos junto a la del Buen Samaritano, p. ej., parábolas como la de los talentos (Mt 25, 14), o la del administrador infiel (Lc 16, 1), la del fariseo y el publicano (Lc 18, 9), las vírgenes egoístas (Mt 25 1)... Tremendos mandatos de realismo y repetida enseñanza de Jesús.

Esas mujeres -y hombres- de misa diaria, de comunión diaria –cuando no de tres comuniones diarias en tres misas-, que por no perderse la del “Padre José” - ¡Qué sermón escuché,/ del pecado liberanos Domine! * -, a las nueve de la mañana, descuidan acompañar el desayuno de sus hijos y marido. No parece que eso sea lo que a Cristo agrada. (Mt 5, 24) Porque no es religión sino vicio; es inflación mística; es gregarismo en corros de fingida elegancia.

«La fe realmente consiste en creer la verdad por cuanto es conocida.»

La nueva visión del mundo, o Nuevo Orden Mundial, se manifiesta cada vez con mayor descaro entre las autoridades de nuestra Iglesia. Hay como una escondida fuerza que quiere acabar con todo lo bueno que la Iglesia nos ofreció desde Osio a nuestros días, haciéndonos militantes de Judas o Barrabás. "Por amor a los oprimidos", que es lo que ya decían aquellos.

Desde el púlpito más alto se nos enseña una nueva moral expresada con astucia y cobardía en declaraciones a porrillo, fuera de cátedra, que no obligan, pues carecen de la solemnidad magisterial, pero que vician al creyente en la desorientación. Así, desde un avión o en una tertulia reporteril el hombre que debe suceder a Pedro evita condenar -¡quién es él!- una homosexualidad supuestamente "generosa de dones para la Iglesia". Para mayor asombro ridiculiza como conejas a las benditas y regias madres cristianas, de modo que, con ello, -¡el Papa!- impulsa el aborto y el onanismo. Cuando no favorece el divorcio exprés en la Rota, hasta ayer prudente y precavida en protección del Sacramento; o promueve como misericordia dar la comunión a los adúlteros, incluso al cónyuge no creyente; o bendice la Carta de la Tierra desde un ecologismo de pacotilla... O, como traca final, afirma que todas las religiones creen en el mismo Dios -¿a qué vino Jesucristo...?-, que no hay infierno y que prácticamente con la sola fe, sin obras, todos nos salvamos... Con Lutero, of course.

Cosas, todas, dichas hoy con increible ligereza pero que hace pocas décadas se castigaban con la excomunión... Y no muy atrás en la hoguera.

Creo que estas sorpresas se cultivaron en este medio siglo posconciliar desde el indisimulable empobrecimiento de las colectas en una mayoría de naciones católicas. Debilidad económica fruto inevitable de la debilidad moral, doctrinal y espiritual de la que ahora se hacen voceros los mass media. Medios aplicados a eliminar el viejo patrón, trascendente, de las naciones cristianas, e instaurar en su lugar otro orden nuevo, ese su ambiciosa herramienta holística. Un tsunami de nuevas enseñanzas - ¿la Nueva Evangelización? - que pretende embaucarnos con los abalorios de "un Nuevo Paradigma", el del hombre cósmico divinizado de arrogancia y supina estupidez.

Proyectos que apoyan su práctica -si no lo hubiera visto, nunca lo creyera- en los kibbutzim indefectiblemente experimentados en Israel, con sus clásicos objetivos, ensayados en la antigua URSS, de aniquilar la familia (los hijos para el Estado), los cuerpos intermedios y la sociedad toda en el nuevo altar sindiós del mundialismo. Mundialismo que no es otra cosa que burda parodia del catolicismo; su réplica del revés.

He aquí, según mi presbicia, el problema de nuestro tiempo: quieren hacernos dioses y huir de la verdad que desde Tales de Mileto y Parménides, engrandecidos por la aparición de Cristo, se definió y entendió como principio y fin de todas las cosas, es decir el Dios de nuestros catecismos.

Como final traeré las palabras del Cardenal Ratzinger, en 1988 Prefecto para la Doctrina de la Fe y hoy Papa Emérito Benedicto XVI, porque leídas en la distancia se vuelven acertada profecía:

«Si no hacemos de la verdad un punto importante en la proclamación de nuestra fe, y si esta verdad ya no es esencial para la salvación del hombre, entonces las misiones pierden su significado. En efecto, se elaboró la conclusión, y lo sigue siendo hoy, que en el futuro, sólo debemos buscar que los cristianos sean buenos cristianos, los musulmanes buenos musulmanes, los hindúes buenos hindúes, y así sucesivamente. Y si llegamos a estos resultados, ¿cómo sabemos cuándo alguien es un “buen” cristiano, o “buen” musulmán? La idea de que todas las religiones son – o pretenden serlo – sólo símbolos de lo que finalmente es incomprensible, está ganando terreno rápidamente en la teología, y ya ha penetrado la práctica litúrgica. Cuando las cosas llegan a este punto, la fe es dejada a un lado, porque la fe realmente consiste en creer la verdad por cuanto es conocida.» (El Concilio y la dignidad de lo sagrado – Joseph Ratzinger, 13 julio 1988).


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* Alegría de la Huerta, Zarzuela de Federico Chueca
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