Lo que yo viví en la casa de retiros “Tabor”, Santa Eulalia - Lima
| Wilson Rafael Dávila
Desde la acogida se vislumbraba el inicio de una experiencia religiosa que marcaría nuestra convivencia y nuestra vida. Aquella vida que lleváramos, a partir de estos días concluiría; daría un nuevo rumbo o dicho en términos de lo compartido: es un reinicio.
Reiniciar implica para mí: Sentir y asimilar que la espiritualidad si no es profética (anunciar y denunciar) no es espiritualidad. Asimismo remarcar que la fe no es una afirmación, es un acto de confianza. Confiar ¿en qué? ¿Cómo? ¿Cuándo? Durante el recorrido de los días reunidos iba dando respuesta: confiar en uno mismo –al resonar en el evangelio “Tu fe ha salvado”-; con total depósito de la esperanza y aspiración, sin dudas, sin vacilaciones, firmes, valientes y persistentes. En cada momento, en cada ocasión que la necesidad apremia. Sí, la necesidad de hallar tras una búsqueda consciente, inteligente, sencilla y sentida hasta la emoción y la decisión que irrumpe más allá del bullicio, de ir contra la corriente, de lo establecido, de lo que ya está pensado, inclusive de una actitud en la que puede estar implícita la creatividad. Entender que la fe no conduce finalmente al templo –construcción-, sino al centro mismo de la existencia: la vida. Aceptándola esta no como “algo” que me pertenece más bien (y mucho más verdadero) como “algo” que es donado.
Oír expresiones como: “Ni subjetivo, ni objetivo, añadir la interactuación” y la primera interactuación es con uno mismo para que verdaderamente, sea una vida vivida desde dentro y no desde lo que se me dice, manda o impera. Hacer de mi vida y no lo que debe ser de mi vida. He aquí, reiniciar. Reiniciar ya no como modo de vida, mejor como el estilo de vida de Jesús.
Jesús no vive ya fuera de mí, lo he aceptado, reconocido y asumido. Él está dentro de mí (rebosa en mi interioridad) y emerge desde muy dentro: del corazón, desde la esencia de mi constitución, desde el ser que se hace realidad al compartir y compartirlo. Dando con calidad y no caer en el mucho hacer y poco ser. Ha quedado registrado en mí que al compartir el diálogo interior (luego de escudriñar en y con la Palabra) me hago bien a mí mismo y a los demás.
No puedo introducirme en mi propia interioridad y salir como si nada pasara, siento el llamado de ser fiel a mí (misma persona), practicarlo a menudo, hasta llegar a ser la mejor versión de mí mismo. Esta respuesta me hace amigo de mí mismo.
Valoro también esta realidad: “Lo que nos mueve no son las ideas, son los deseos y los afectos” y cuando los expresé pude sentir que nadie más los puede gestionar y controlar sino yo. Descubrimiento muy significativo en el encuentro con los hermanos: P. Ignacio y el grupo de trabajo simbólicamente coincidente con la nominación del numeral “UNO” y digo coincidente porque es por ahí el reiniciar por uno mismo, en primera e impostergable persona, hasta llegar a ser la verdadera expresión de ese uno.
La cosmovisión, el cultivo de la verdad, la interioridad y la pastoral decantan en un proyecto de vida que he de asumir desde mi yo, en franca tolerancia a los demás, teniendo en cuenta la escucha recíproca (de mí y de los demás) y el destinatario final que es preponderantemente la persona, mi hermano.
Se me ha develado el camino, ser uno mismo, hacia la interactuación con los demás hasta conectar Vida-Fe-Acción.