Joseph Ratzinger-Benedicto XVI: un balance, una opinión


El lunes 11 de febrero del año en curso la noticia de la dimisión del papa Benedicto XVI sorprendió al mundo. Unos seiscientos años habían pasado desde la última vez que un obispo de Roma decidía renunciar a su cargo y, por supuesto, las reacciones en todos los sectores fueron de asombro (“¡Increíble!” exclamaron algunos), incredulidad (“¿Será posible? No, debe ser una broma” pensaron otros) y respuestas dependientes de la posición favorable o desfavorable con respecto a su gestión (“Nos abandona un gran Papa” fue lo que se escuchó en el sector de sus seguidores, o bien “Al fin se fue, ¡qué alegría!” fue un sentimiento que resonó en el corazón de sus detractores).

A pesar de las respuestas iniciales –por lo imprevisto de la noticia– y luego de reflexionar un tanto, si hacemos una mirada retrospectiva desde la elección papal podemos percatarnos que el fantasma de la dimisión estaba tocando las puertas de Roma hace un buen tiempo. En el año 2011, ciento cuarenta y cuatro teólogos alemanes, suizos y austriacos firmaron un documento titulado Iglesia 2011: un resurgimiento necesario (Kirche 2011: Ein notwendiger Aufbruch) como respuesta al desvelamiento de los casos de abusos sexuales por parte de sacerdotes en la iglesia católica alemana (http://www.memorandum-freiheit.de/). En este documento se piden profundas reformas en ámbitos estructurales, morales y litúrgicos exigiendo no tener miedo y asumir la conversión como el único camino de la credibilidad. Dos años antes, las fuertes y siempre disidentes voces de Hermann Häring y Hans Küng alzaron un grito al cielo que resonó en el oído de muchos el pasado lunes 11: «Si este Papa quiere hacer algo bueno por la Iglesia, que dimita» (http://www.redescristianas.net/2009/02/05/hermann-haring-y-hans-kung-teologos-%E2%80%9Csi-este-papa-quiere-hacer-algo-bueno-por-la-iglesia-que-dimita%E2%80%9D-nt/). Parecía que esta “profecía” imposible se realizaba. Sólo dos ejemplos, entre los que podemos citar más, de la disconformidad intra-eclesial que el pontificado de Benedicto XVI ha generado en distintos sectores, un descontento que comenzó ya en el pontificado de Juan Pablo II.

La dualidad de las impresiones que ha suscitado muchos hechos durante las gestiones del papa Wojtyla y del papa Ratzinger no puede ser ignorada. Sus pontificados han representado para muchos un dualismo hermenéutico pues, ante la opinión pública, la imagen representada es la dicotomía de la crítica de quienes les ven como “anti-modernos” o “desfasados” y de quienes les exaltan como restauradores de la fe en un mundo en crisis. Ad-extra, con ciertos sectores no católicos, destacamos la cercanía y un gran trabajo en el ámbito ecuménico e interreligioso. Ad-Intra una crisis insostenible por las negativas para dialogar con sectores de pensamientos diversos y la pérdida de credibilidad entre los fieles por los conocidos escándalos de índole moral y económica (la controversia con el “Banco Ambrosiano” y los famosos “vatileaks”).

Los golpes más fuertes de esta dualidad los ha llevado el último Papa. Cuestionado y alabado, incómodo y a la vez venerado, Joseph Ratzinger será recordado por su ingente producción académica. Para nadie es un secreto la brillantez de su obra intelectual: profesor de teología dogmática, escritor prolífico, Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, en fin, el “papa-teólogo”. El día 27 de febrero, en su última audiencia pública dejó la síntesis de su obra pontificia: una clase magistral de teología profunda logrando esbozar los conceptos más abstractos con las palabras más sencillas. Recordó, con la voz entrecortada, que su dimisión no responde al miedo, tampoco a la falta de compromiso, sino más bien a la convicción de que “no se está bajando de la cruz”, sino que continúa con ella pero dándole espacio a otro que pueda seguir con mayor fuerza trabajando en la barca de la Iglesia, una barca que «[…]no es mía, ni vuestra, sino suya» (http://www.vatican.va/holy_father/benedict_xvi/audiences/2013/documents/hf_ben-xvi_aud_20130227_sp.html).

El obispo de Roma –ahora Papa emérito– lidió con problemas grandes, con escándalos de todo tipo en la institución eclesiástica. Se le notó cansado, bastante disminuido en su salud en los últimos años, aunque también siempre vivaz, siempre sistemático y, ahora, profundamente alegre por retirarse –como los padres de desierto a quienes dedicó parte de sus estudios patrísticos– a la oración.

Ahora, por la renuncia del Papa, la elección del sucesor de Benedicto XVI juega con dos apremios menos: primero, el nuevo Papa no será elegido con la presión de que su puesto es vitalicio, Ratzinger rompió con ese paradigma; y segundo, consecuencia del primer punto, es repensar-humanizar el ministerio del Papa, un puesto visto como “ontológico” por muchos pero que, en realidad, tiene más aristas políticas y organizativas que muchos otros. En fin, los temas eclesiológicos han salido a relucir de nuevo y el Papa emérito Ratzinger bien lo sabe.

A los cincuenta años de la convocatoria del Concilio Vaticano II, la Iglesia vive una crisis profunda frente al mundo moderno. El diálogo parece estar cercado y, sin diálogo con la modernidad, lo que nos espera es el olvido en el tiempo, es decir, la muerte. La tentación de alejarnos del Concilio está ahí (Cf. C. M. Martini – G. Sporchill, Coloquios nocturnos en Jerusalén, p. 159), vivimos en una etapa de “invierno” y los inviernos en la Iglesia son un poco más extensos que las primaveras (Cf. K. Rahner, «Diálogos sobre la fe en tiempos de invierno»: J. Perea – J. I. González Faus – A. Torres Queiruga – J. Vitoria, Clamor contra el gueto. Textos sobre la crisis de la Iglesia, p. 61), no obstante, las primaveras son más perennes, son más profundas, son el soplo del Espíritu. Un nuevo papado no es tanto el tema de fondo, creemos más bien que el replanteamiento de nuestro lugar de diálogo como Iglesia sí lo es: ya no podemos subirnos a un púlpito, ahora debemos abrir los ojos en plena calle; ya no estamos en un podio elevado tres gradas sobre la sociedad, sino en un ágora donde todos hablan, es más, donde todos hablan con la misma intensidad y validez. No podemos seguir con los oídos tapados. Un nuevo papado debería replantearse la “geografía dialógica” de la Iglesia y la suya propia como “ministro” (del latín minister o “servidor”) y como cristiano en ella.

Elegir un Papa es más que elegir un Papa. ¿Cuál es la pregunta esencial que resuena en Roma hoy? ¿En la mente de los cardenales? ¿En la cabeza de nosotros los católicos? ¿Será que “por el camino” venimos discutiendo por un puesto primero y por eso, ante la pregunta de Jesús, quedamos sin habla por la vergüenza?: «¿Qué discutíais por el camino? Ellos callaban, porque por el camino habían venido discutiendo acerca de quién de ellos sería el más importante. Jesús entonces se sentó, llamó a los Doce y les dijo: –Si alguno quiere ser el primero, colóquese en último lugar y hágase servidor de todos» (Mc 9,33b-35).

Elegir un Papa es más que elegir un Papa… Pensamos, sólo pensamos.
Volver arriba