Viernes Santo: El amor en una cruz (Jn 18,1-19,42)
"Toda la pobreza humana, todo el desamparo humano, todo el pecado humano, se hacen visibles en la figura de Jesús crucificado, que está en el centro de la liturgia del Viernes Santo. Y sin embargo, a lo largo de toda la historia de la Iglesia, ha despertado sentimientos de consuelo y de esperanza. El retablo del altar de Isenheim, pintado por Matthias Grünewald, y que es el cuadro de la crucifixión más conmovedor de toda la cristiandad, se encontraba en un convento en el que eran atendidos los hombres que eran víctimas de las terribles epidemias que azotaban a la humanidad en occidente en la Baja Edad Media. El crucificado está representado como uno de ellos, torturado por el mayor dolor de aquel tiempo, el cuerpo entero plagado de bubones de la peste. Las palabras del profeta, cuando dijo que en él estaban nuestras heridas, encontraron su cumplimiento. Ante esta imagen rezaban los monjes, y con ellos los enfermos, que encontraban consuelo al saber que, en Cristo, Dios había sufrido con ellos. Este cuadro hacía que a través de su enfermedad se sintiesen identificados con Cristo, que se hizo una misma cosa con todos los que sufren a lo largo de la historia; experimentaron la presencia del crucificado en la cruz que ellos llevaban, y su dolor les introdujo en Cristo, en el abismo de la misericordia eterna. Experimentaron la cruz que debían soportar como su salvación"(J. Ratzinger, El Viernes Santo, meditación).
El “Viernes Santo” es un día marcado por el silencio. No por el silencio de quien se siente desolado, sino por el de quien, experimentando la muerte, continúa esperando. El relato de la “pasión” en el cuarto evangelio es una obra de teatro extraordinaria, con escenas, personajes y un drama atrapante.
Todo inicia con el arresto de Jesús. Luego de orar extensamente, sin muestra alguna de agonía, Jesús es prendido por la guardia de las autoridades judías. Cuando preguntan sobre quién es “Jesús, el nazareno”, el nombre divino los hace caer en tierra: “Yo soy”. Su identidad queda igualmente revelada ante los interrogatorios de Anás y Caifás: ha dado testimonio en plena luz del día, abiertamente, pero los que son de las tinieblas le juzgan en medio de la noche. Mientras le agravian dentro, afuera, Pedro también le agravia, le niega y le desconoce. Aún de madrugada, lo llevan ante Pilato quien le interroga por su identidad: “¿Eres tú el rey de los judíos?” (18,33) y Jesús distingue con claridad cómo su reino no es político violento, no pertenece al orden de la coerción romana, sino que su presencia en “el mundo” da testimonio de la verdad, una verdad que está juzgando a Pilato mientras él se cree juez: “¿Qué es la verdad?” (18,38), pues Jesús mismo, quien está al frente, es la Verdad (cf. 14,6).
Le azotan los soldados, gritan por su muerte “los judíos” (denominación que alude a la sinagoga que enfrenta a la comunidad joánica), Pilato asustado trata de librarlo (una caricaturización del Pilato histórico que era cruento y sin piedad), pero termina entregándolo al desenlace en “la hora sexta”, el mediodía. Jesús carga con su cruz, carga con su destino, y es crucificado en el medio de otros dos. La inscripción “Jesús el Nazareno, el rey de los judíos” indigna a los sumos sacerdotes pero Pilato se mantiene: son los gentiles quienes proclaman la realeza de Cristo. Estando Jesús en la cruz, se reparten sus ropas y cuatro mujeres están al pie de la cruz, entre ellas su madre además del discípulo amado. La conversación de Jesús con ellas nos devuelve al episodio de las bodas de Caná: la petición de María entonces rechazada, ahora es aceptada pues el discípulo ideal no está desamparado, la familia le acoge, tiene una nueva maternidad.
Todo estaba cumplido. Bebió vinagre en un hisopo (la planta que se usó para marcar las puertas con la sangre del cordero pascual) y entregó el espíritu. Entregar el espíritu fue su promesa después de ser glorificado. Y ¿cómo se entrega “hasta el extremo”? Cuando el soldado le atraviesa el costado brotan sangre y agua. Es ahora que encontramos el “agua viva” que se derrama junto con el Espíritu entregado para el nacimiento de la iglesia. La iglesia nace de la cruz, como lo interpretaron los Padres de la Iglesia: los sacramentos (agua y vino) nacen del despojamiento total, la comunidad de los verdaderos discípulos de Jesús se forja en los momentos de mayor dificultad. Cuando decimos que Jesús ha muerto por nosotros/as, ese “por” no significa “por culpa de” sino “en favor de” nosotros/as. La vida cristiana es una entrega por amor.