"Dios no monta un espectáculo para imponerse haciendo gestos sensacionales bajo los focos" "Los caminos de Dios, sin embargo, están fuera de la lógica de la eficacia, de lo obvio"
Jesús está en camino. Dios camina. Siempre está saliendo. Marcos (7,31-37) nos lo muestra en un mapa, como un punto visto desde arriba, mientras sale de la región de Tiro, pasando por Sidón, y se dirige hacia el mar de Galilea, en pleno territorio de la Decápolis. La descripción de la ruta hacia el norte es exacta. Sin embargo, basta con mirar un mapa para darse cuenta de una rareza: para descender hacia el sur desde Tiro hasta el mar de Galilea, Jesús decide pasar por el norte. No tiene sentido. O quizá sí tenga mucho sentido: Tiro, Sidón y la Decápolis son los territorios paganos. Por allí camina Jesús. Desde allí quiere pasar tomando giros incongruentes y atravesando lugares y paisajes imprevisibles. Los caminos de Dios, sin embargo, están fuera de la lógica de la eficacia, de lo obvio.
Por ese camino le traen a un sordomudo y le ruegan que le imponga las manos para que se cure. Imaginamos la escena porque Marcos nos muestra primero la ruta desde arriba, y luego se acerca al camino. Sabemos que hay una multitud.
El objetivo de Marcos se estrecha aún más y ahora se centra en los dos: Jesús y el sordomudo, también porque el Mesías rehúye las miradas indiscretas: se lo lleva aparte, lejos de la multitud. A la gente le encanta el espectáculo, y aquí Jesús necesita, en cambio, establecer un contacto cara a cara. Dios no monta un espectáculo para imponerse haciendo gestos sensacionales bajo los focos. Ni siquiera para convertir. No lo hace.
La perspectiva de Marcos se estrecha una y otra vez y se centra en un detalle: los dedos de Jesús. Sólo los vemos mientras realiza un gesto sin precedentes: se lleva los dedos a los oídos y con saliva se toca la lengua. La intimidad de Dios con aquel hombre de tierra pagana es tan fuerte que implica el tacto y un líquido corporal como la saliva. Y los dedos se posan en los oídos y en la boca, puertas del rostro humano. Aperturas que el sordomudo había bloqueado. Para ser precisos, el término griego implica que no era completamente mudo, pero hablaba con dificultad, no articulaba bien los sonidos. Su intercambio con el mundo y con los demás era atrofiado, pobre, inconexo.
Marcos cambia ahora su lente a los ojos de Jesús. Y así nos muestra que el Salvador no encierra al sordomudo en una relación egocéntrica, de yo a tú. Jesús, de hecho, mirando al cielo, emite un suspiro. El cielo, es decir, el Alto, el Padre. Jesús implica al sordomudo en la relación entre el Hijo y el Padre. Le cura cuando levanta los ojos al cielo. No tiene el toque mágico, no exhibe poderes parapsicológicos. Confía. Y suspira. Jesús suspira y le dice: «Effata», es decir, «¡Abre!». El cielo y la tierra se funden en una mirada y un suspiro.
¡Ábrete! Jesús le descorcha por dentro. No le dice «sana» o «cúrate». Le dice «¡abre!». El relato sufre una súbita aceleración y el sonido se enciende. Hasta ese momento había sido una escena silenciosa, pero inmediatamente sus oídos se abren, el nudo de su lengua se suelta y habla correctamente. Oímos el estruendo de la barrera del sonido superada. Oímos cómo se afloja el «nudo» de la lengua y salen las primeras palabras correctas. La persona curada ya no balbucea palabras inconexas, sino que habla con propiedad lingüística.
Ahora Marcos puede ampliar su objetivo. Jesús prohíbe hablar por ahí de lo ocurrido, pero cuanto más lo prohíbe, más lo proclaman y, llenos de asombro, dicen: «Todo lo ha hecho bien: ¡hace oír a los sordos y hablar a los mudos!». He aquí la parábola de la fe: desde el detalle mudo de los dedos de Jesús mojados en saliva hasta la visión de un anuncio que se propaga audiblemente por todas partes.
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