¿A qué Dios le oramos? ¿Qué palabras usamos?
La verdaderaoración es aquella en la que podemos decir que Dios es Padre de «todos/as», porque somos sus «hijos/as», antes que impuros o puros, pecadores o santos, ateos o creyentes, patriotas o traidores.
Haber descubierto que Dios es Padre significó para Jesús tener que aprender a hablar y a medir sus palabras con un corazón de hijo que aceptara que los otros son sus hermanos. Por ello, nunca dirigió palabras de venganza u odio contra los que no le simpatizaban; tampoco usó frases mecánicas, ni pedía la intercesión de sujetos humanos. Jesús criticó toda forma de orar que no expresara la noción de un Dios Padre que quiere el bien de «todos sus hijos/as» (Mt 6,8), y no solo de sus partidarios.
De allí que rechazara la oración hipócrita, hecha para ser vistos en público (Mt 6,5); enseñó que orar era confiar en Dios sin la arrogancia de quien se cree más cercano a Dios que otros (Lc 18,9ss) y no reconoció la oración de quien se creía justo y piadoso, o del que apenas cumplía con la visita asidua al templo.
Para Jesús, las palabras que usamos para dirigirnos a Dios ―y a los demás―, deben nacer de la compasión, que no exige nada a cambio ni enjuicia (Lc 18,13-14). Solo quien vive compasivamente puede orar por el amor al enemigo y buscar la reconciliación con el hermano. Es por ello que «no todo el que me diga: “Señor, Señor”, entrará en el Reino de los cielos» (Mt 7,21).
Las palabras que Jesús usó, y con las que oró, expresaron su confianza absoluta solo en Dios: «Abba, Padre, todo es posible para ti» (Mc 14,36); reconocía cuando algo le complacía: «Sí, Padre, tal ha sido tu beneplácito» (Mt 11,26); incluso gritó cuando sintió el peso del agotamiento: «Aparta de mí este cáliz» (Lc 22,41-42). Él siempre encontraba en la oración alivio y nunca sentía odio o resentimiento, pues no dejó de creer que la última palabra la tenía siempre Dios: «Padre, en tus manos pongo mi espíritu» (Lc 23,46).
Las palabras que usamos para hablar y orar revelan la imagen que tenemos de Dios. Muestran el modo sincero, o no, como vivimos. Por ejemplo, Jesús pedía que algún día «los pobres coman hasta saciarse» (Sal 22), pero para ello, no oró con cualquier palabra, ni actuó de cualquier modo. Nunca creyó en un Dios fuerte y vengativo, ni en acciones excluyentes o autoritarias. Menos aún insultó o excluyó a alguien, o idolatrizó a persona alguna. Siempre fue agradecido con Dios (Jn 11,41-42), a quien consideraba perfecto (Mt 5,48) por su inmensa bondad y compasión para con todos, buenos, malos, justos, pecadores, amigos, enemigos (Mc 10,18), porque solo así podía amar sin prejuicios y más allá de toda condición moral o política. ¿Nos hemos preguntado si creemos en el Dios Padre, compasivo y bondadoso a quien Jesús le oraba o más bien adoramos otras imágenes deformadas por una religiosidad dudosa y el discurso político que escuchamos? ¿Qué palabras usamos para hablar con Dios?
Haber descubierto que Dios es Padre significó para Jesús tener que aprender a hablar y a medir sus palabras con un corazón de hijo que aceptara que los otros son sus hermanos. Por ello, nunca dirigió palabras de venganza u odio contra los que no le simpatizaban; tampoco usó frases mecánicas, ni pedía la intercesión de sujetos humanos. Jesús criticó toda forma de orar que no expresara la noción de un Dios Padre que quiere el bien de «todos sus hijos/as» (Mt 6,8), y no solo de sus partidarios.
De allí que rechazara la oración hipócrita, hecha para ser vistos en público (Mt 6,5); enseñó que orar era confiar en Dios sin la arrogancia de quien se cree más cercano a Dios que otros (Lc 18,9ss) y no reconoció la oración de quien se creía justo y piadoso, o del que apenas cumplía con la visita asidua al templo.
Para Jesús, las palabras que usamos para dirigirnos a Dios ―y a los demás―, deben nacer de la compasión, que no exige nada a cambio ni enjuicia (Lc 18,13-14). Solo quien vive compasivamente puede orar por el amor al enemigo y buscar la reconciliación con el hermano. Es por ello que «no todo el que me diga: “Señor, Señor”, entrará en el Reino de los cielos» (Mt 7,21).
Las palabras que Jesús usó, y con las que oró, expresaron su confianza absoluta solo en Dios: «Abba, Padre, todo es posible para ti» (Mc 14,36); reconocía cuando algo le complacía: «Sí, Padre, tal ha sido tu beneplácito» (Mt 11,26); incluso gritó cuando sintió el peso del agotamiento: «Aparta de mí este cáliz» (Lc 22,41-42). Él siempre encontraba en la oración alivio y nunca sentía odio o resentimiento, pues no dejó de creer que la última palabra la tenía siempre Dios: «Padre, en tus manos pongo mi espíritu» (Lc 23,46).
Las palabras que usamos para hablar y orar revelan la imagen que tenemos de Dios. Muestran el modo sincero, o no, como vivimos. Por ejemplo, Jesús pedía que algún día «los pobres coman hasta saciarse» (Sal 22), pero para ello, no oró con cualquier palabra, ni actuó de cualquier modo. Nunca creyó en un Dios fuerte y vengativo, ni en acciones excluyentes o autoritarias. Menos aún insultó o excluyó a alguien, o idolatrizó a persona alguna. Siempre fue agradecido con Dios (Jn 11,41-42), a quien consideraba perfecto (Mt 5,48) por su inmensa bondad y compasión para con todos, buenos, malos, justos, pecadores, amigos, enemigos (Mc 10,18), porque solo así podía amar sin prejuicios y más allá de toda condición moral o política. ¿Nos hemos preguntado si creemos en el Dios Padre, compasivo y bondadoso a quien Jesús le oraba o más bien adoramos otras imágenes deformadas por una religiosidad dudosa y el discurso político que escuchamos? ¿Qué palabras usamos para hablar con Dios?