Discernir el Reino de Dios en un mundo fracturado

Hoy urge recordar que el mensaje del Reino de Dios fue lo más central y querido en la predicación y la praxis de Jesús de Nazaret. De hecho, es lo que más impactó a sus seguidores y marcó la novedad de su mensaje, especialmente orientado hacia los más sufrientes y necesitados, a los cansados y olvidados. Y esto implica, para nosotros hoy en día, que no podemos ser cristianos sin discernir sobre el estado de cosas que nos rodean y los consecuentes procesos de deshumanización que conforman la realidad social, política, económica y religiosa en la que vivimos, tanto en nuestros contextos más cercanos —los familiares—, como en los más amplios y globales, —¬sea un país o una cultura.

Caben muchas interrogantes al discernir cristianamente la realidad. Pero todas ellas deben procurar siempre una reflexión honesta acerca de aquellas situaciones personales y globales que estemos viviendo, y cómo las estamos asumiendo. Entre tantas preguntas que podemos hacernos, podemos citar algunas: ¿absolutizo a cierta persona, a un modelo económico, a una ideología política? ¿tengo como centro de mi vida al dinero y su continua producción? ¿soy indolente frente al drama de tantas personas, estén cercanas o lejanas? ¿cómo entiendo la presencia del otro en mi vida? ¿es el otro alguien a quien uso y juzgo? ¿o es un hermano a quien debo atraer y hacer próximo a mi? Hemos de conseguir las respuestas.

Conocemos muy poco el estilo de vida de Jesús, sus palabras y gestos cotidianos. Muchas veces se nos ha enseñado a un Dios que no es Padre único, bueno y compasivo, por lo que caemos en la tentación de trasladar esta relación absoluta y eterna a personas a las que públicamente se les manifiesta una adhesión absoluta. Lo que es más triste aún, no se enseña a tener una relación personal e íntima con Dios, que no sea intermediada. Estas y tantas otras ideas erróneas que tenemos y que afectan el modo de vivir nuestra fe, nacen de un hecho triste, aunque real: la mayoría de los cristianos no leen los Evangelios, sino que se quedan con lo que se les explica acerca de ellos. Debemos, pues, ser honestos y revisar el modo como hemos recibido la fe y reconocer que nos toca la ardua tarea de redescubrir la praxis y las palabras de Jesús, tan mal interpretadas por autoridades religiosas y tan manipuladas por líderes políticos, como siempre nos advierte y recuerda, proféticamente, el Papa Francisco.

Tomemos como ejemplo lo que el mismo Jesús encontró en su contexto diario y cómo lo fue discerniendo. En el siglo I, la cultura política judía practicada por Herodes el Grande se caracterizó por la sumisión absoluta al César, produciendo una verdadera idolatría al depositar en una sola persona el poder absoluto al que se debía servir. Los profetas lo criticaron y distintos movimientos religiosos lo rechazaron, por considerar que estaba traicionando la soberanía del Dios vivo y verdadero, Yahveh, vendiéndose a los romanos para así mantenerse en el mando. Jesús mismo le recordó a sus discípulos que «los reyes de las naciones las dominan como señores absolutos, y los que ejercen el poder sobre ellas se hacen llamar bienhechores. Pero no así entre ustedes, sino que el mayor sea como el más joven, y el que gobierna como el que sirve» (Lc 22,25). Colaboracionismo, sumisión, bienhechuría, dádivas: todas estas formas de relacionarse no representan el deseo más querido por el Dios de Jesús para sus hijos, porque deshumanizan y convierten al ser humano en súbdito y objeto de otro. Y así no es el Reino de Dios, pues en éste reina la justicia y la paz.

Si el Reino de César no es querido por Dios, ¿cómo entiende Jesús el Reino de Dios? ¿qué implicaciones tiene esta noción para nuestras vidas? No se trata de un estado privado de vida espiritual o de cosas materiales, como pueden ofrecer las instituciones políticas y religiosas. El Reino de Dios un estado de relaciones, es decir, un modo fraterno de estar solidariamente cada uno respecto de los demás, sin imposiciones ni violencias, y un modo filial de tratar a Dios con confianza e intimidad como el único absoluto en nuestras vidas.

Así, relaciones como la solidaridad, la compasión, el servicio, la sanación de corazones aún no reconciliados, el dar de comer al hambriento y apostar por las víctimas, entre otras, son relaciones que expresan acciones proféticas de resistencia a los regímenes políticos autoritarios y recrean los imaginarios religiosos individualistas. Estas son acciones que dan sentido y esperanza al abatido y cansado de luchar por un mundo mejor, a la vez que alivian el corazón y el dolor de los que han sido olvidados y abandonados en nuestra sociedad. El Reino es indicativo del modo de estar presente en el mundo según lo quiere Dios para todos, y no para unos pocos pertenecientes a un partido político o a una religión.

No estamos ante una utopía política, ni ante la búsqueda del hombre nuevo. Pero tampoco se trata de una religión. Eso llevaría a nuevas formas de idolatría. Para evitar todo esto, Jesús le asignó un nombre a Dios: él es el Padre, el único al que nos podemos adherir en una relación absoluta. Él es el Dios del Reino. Un reino sin rey, pero con un Padre bueno y compasivo, del cual todos somos sus hijos por igual. Esto libera al hombre de toda veneración por los poderes despóticos e idólatras en cualquier ámbito, sea político o religioso.

Desde esta noción central para Jesús, la del Reino, se entiende que el verdadero llamado que él hace, y a todos por igual, es el de constituirnos en hermanos los unos de los otros y, especialmente, de todos aquellos distintos a nosotros, que aún no encuentran cabida en nuestros espacios y corazones. Sólo en esa fraternidad universal se encuentra el camino hacia la propia humanización, que no es otro que el camino hacia el Reino.
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