Discernir la paz y el conflicto
La paz no la traen las ideologías políticas. Ella es fruto de la opción que cada uno haga por vivir con humanidad y comprometernos a sanar la sociedad al ir reconciliando todas aquellas relaciones fracturadas que solo prolongan la división y el odio entre hermanos y hermanas. Para quienes son cristianos, la comunidad de Mateo fue muy clara en este discernimiento: «si te acuerdas de que un hermano tuyo tiene algo contra ti, deja tu ofrenda allí, y vete primero a reconciliarte» (Mt 5,23-24).
Sin embargo, optar por este modelo de construir la paz no es fácil pues supone que la reconciliación es vivida como un proceso que se va construyendo en el tiempo a partir de la práctica de la justicia y la correción fraterna. Quien opta por este modelo de paz se encontrará ante un verdadero conflicto de fidelidades porque exige la coherencia moral para rechazar los sistemas e ideologías que están anclados en la lógica del poder por el poder mismo, y que hace de todo aquel que piense distinto un objeto de sumisión y degradación.
El lugar del cristiano debe estar siempre del lado de las víctimas, defendiéndolas de la impiedad del victimario y el verdugo. Por ello, entiende que no hay paz verdadera sin consecuencias sociales porque no hay paz sin justicia. En la época de Jesús este dilema también se presentó y las comunidades cristianas tuvieron que discernir y tomar una decisión que les cambió la vida. César Augusto, el Emperador Romado, había unificado a Roma prometiendo traer la «la paz al mundo», esa paz romana que llegaba por medio del control y la dominación total. Una paz que se basaba en un sistema jurídico que defendía sólo a los suyos y actuaba con impiedad con quienes se le oponían. Es la paz que ofrecen todos aquellos que sólo buscan el poder y no ven más allá de su propia ambición. Es la paz de quien quiere que el otro calle para que no exija sus derechos.
En este contexto sociopolítico tan difícil en el que vivimos la experiencia de persecución de los primeros cristianos nos puede enseñar mucho. La comunidad de Mateo decía que no habrá paz social sin justicia: «bienaventurados» «los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios» y «los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino» (Mt 5,9-10). El mensaje era claro: el «reino» de César, el «hijo divino» de Apolo, no ofrecía la verdadera paz, aunque la proclamara. Su modo de gobernar se oponía al Dios de la vida y de la justicia que Jesús había enseñado. Era un modelo que atentaba continuamente en contra del ser humano y su bienestar, tanto mental como físico.
Frente a la paz sectaria e inhumana que traían las «legiones romanas», la comunidad de Lucas también hace un discernimiento y propone otra forma de entenderla. La representa a través de las «legiones angélicas» que aparecen en el relato de la Natividad de Jesús. Ellas simbolizan la opción que Dios mismo hace por una sociedad justa y desarmada (Lc 2,13-14), para que la violencia y la impunidad no reinen. Lucas creía en una paz «para todos», antes que para un grupo solamente.
Los primeros cristianos, en medio de la violencia del Imperio romano, no sólo entendieron que el camino de la paz pasaba por un compromiso con la justicia, sino que Dios había escuchado el clamor de su pueblo, porque Dios mismo se oponía al Emperador y al poder totalitario que ejercía. Dios nunca está del lado del victimario. Él siempre apuesta por las víctimas y por la restitución de las condiciones de una vida digna para todos.
Sin embargo, optar por este modelo de construir la paz no es fácil pues supone que la reconciliación es vivida como un proceso que se va construyendo en el tiempo a partir de la práctica de la justicia y la correción fraterna. Quien opta por este modelo de paz se encontrará ante un verdadero conflicto de fidelidades porque exige la coherencia moral para rechazar los sistemas e ideologías que están anclados en la lógica del poder por el poder mismo, y que hace de todo aquel que piense distinto un objeto de sumisión y degradación.
El lugar del cristiano debe estar siempre del lado de las víctimas, defendiéndolas de la impiedad del victimario y el verdugo. Por ello, entiende que no hay paz verdadera sin consecuencias sociales porque no hay paz sin justicia. En la época de Jesús este dilema también se presentó y las comunidades cristianas tuvieron que discernir y tomar una decisión que les cambió la vida. César Augusto, el Emperador Romado, había unificado a Roma prometiendo traer la «la paz al mundo», esa paz romana que llegaba por medio del control y la dominación total. Una paz que se basaba en un sistema jurídico que defendía sólo a los suyos y actuaba con impiedad con quienes se le oponían. Es la paz que ofrecen todos aquellos que sólo buscan el poder y no ven más allá de su propia ambición. Es la paz de quien quiere que el otro calle para que no exija sus derechos.
En este contexto sociopolítico tan difícil en el que vivimos la experiencia de persecución de los primeros cristianos nos puede enseñar mucho. La comunidad de Mateo decía que no habrá paz social sin justicia: «bienaventurados» «los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios» y «los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino» (Mt 5,9-10). El mensaje era claro: el «reino» de César, el «hijo divino» de Apolo, no ofrecía la verdadera paz, aunque la proclamara. Su modo de gobernar se oponía al Dios de la vida y de la justicia que Jesús había enseñado. Era un modelo que atentaba continuamente en contra del ser humano y su bienestar, tanto mental como físico.
Frente a la paz sectaria e inhumana que traían las «legiones romanas», la comunidad de Lucas también hace un discernimiento y propone otra forma de entenderla. La representa a través de las «legiones angélicas» que aparecen en el relato de la Natividad de Jesús. Ellas simbolizan la opción que Dios mismo hace por una sociedad justa y desarmada (Lc 2,13-14), para que la violencia y la impunidad no reinen. Lucas creía en una paz «para todos», antes que para un grupo solamente.
Los primeros cristianos, en medio de la violencia del Imperio romano, no sólo entendieron que el camino de la paz pasaba por un compromiso con la justicia, sino que Dios había escuchado el clamor de su pueblo, porque Dios mismo se oponía al Emperador y al poder totalitario que ejercía. Dios nunca está del lado del victimario. Él siempre apuesta por las víctimas y por la restitución de las condiciones de una vida digna para todos.