Fraternidad: una praxis para ser humanos
Son cada vez más las víctimas silentes en nuestro mundo. Esas que mueren a causa de terribles enfermedades o de hambre, o en conflictos armados por razones ideológicas o étnicas. Entre ellas, cabe mencionar a tantos cristianos que están siendo perseguidos y asesinados por grupos religiosos extremistas en el medio oriente. Pareciera no existir aún, para esa gran mayoría de seres humanos, la real esperanza en un futuro mejor. Ellos padecen el peso de la violencia y la fatiga que produce cualquier lucha sin cambio. Muchos viven resignados ante la indiferencia de personas e instituciones internacionales que pudieran contribuir para que las cosas cambien y encuentren una franca mejora.
Iniciado ya el siglo XXI, el reconocimiento y la aceptación del otro sigue siendo un reto para la humanidad. ¿Será que, simplemente, no estamos dispuestos a hacernos próximos al otro y reconocerlo para emprender juntos caminos y proyectos de humanización? ¿hasta qué punto estamos contribuyendo —personal o institucionalmente— a superar la exclusión ideológica, el fanatismo político, la violencia social y el extremismo religioso? ¿no entendemos que estas actitudes sólo generan más víctimas, fruto de la violencia y la exclusión?
Tenemos el gran reto de regresar a la praxis de Jesús de Nazaret y crear nuevos espacios, discursos y actitudes que favorezcan el sentido de la «fraternidad», ahora olvidada por muchos. Hay algunas características de la praxis de Jesús que nos pueden ayudar a discernir el modo como estamos respondiendo ante los dramas que vivimos en este mundo globalizado.
Primero, Jesús reconoce el deterioro de la realidad sociopolítica y religiosa del siglo I, pero apuesta por un modo de vida que busca recrear las maneras como nos relacionamos los unos a los otros. Sin el reconocimiento de lo que sucede en nuestro entorno, todo cambio se reducirá a un mero deseo pasajero. Por ello es tan importante que sepamos lo que está sucediendo en nuestro mundo, nos informemos y tomemos postura frente a ello. La neutralidad no es ética.
Segundo, si leemos los Evangelios encontraremos que Jesús nunca se resignó a la normalidad de quien vive de las sobras que recibe. No quiso dádivas de los poderosos. Esto le dio la libertad para ejercer su legítimo derecho a luchar por una sociedad de justicia y de bienestar para todos. Hay que revisar si los compromisos —sociopolíticos, económicos o religiosos— que a veces hacemos, son más bien obstáculo en ese arduo camino de reconocer al otro y aceptarlo como a un hermano.
Tercero, Jesús no cedió ante la lógica oficial del miedo, que es la del victimario y el poderoso. Ellos lo mataron, pero nunca pudieron quitarle su libertad y su esperanza. Él siempre fue dueño y sujeto de su propia dignidad. Pero esto no fue fácil. Tuvo que poner las creencias y las ideologías a un lado para que «todos» pudieran sentarse juntos en una misma mesa. Su vida nos enseña que hay un bien precioso que el victimario nunca podrá quitarle a la víctima, como lo es su «dignidad», ejercida en plena libertad y vivida con gran esperanza, aún en medio del sufrimiento y la tribulación. Para ello es importante no ceder a la lógica del miedo. Eso es lo que busca el victimario.
Cuarto, su modo de ser no empleó palabras ni actos violentos, como tampoco apoyó actitudes ni regímenes autoritarios en su contexto. Aún más, denunció a aquellos que vivían del carrerismo religioso y practicaban la exclusión sociopolítica. Estas actitudes, muchas veces alimentadas por jerarcas y representantes de la Iglesia —como el Papa Francisco siempre nos recuerda en sus homilías diarias—, deben ser puestas de lado para poder emprender un cambio que nazca de un regreso sincero a esa praxis humanizadora que caracterizó a Jesús. Cualquier cambio ha de fijar los ojos en el estilo de vida del Nazareno. Él siempre ofrecía vida en abundancia a todos sin exclusión porque sabía ver más allá de la condición moral, socioeconómica o religiosa de los sujetos.
Podemos preguntarnos, entonces, ¿qué veían los pobres, los enfermos y los excluidos en Jesús de Nazaret, que les llamaba poderosamente la atención y lo querían escuchar? Veían su «honestidad con la realidad». A Jesús le dolía lo inhumano del entorno en el que tenían que vivir diariamente. Pero la gente también admiraba la «no violencia» con la que actuaba (Mt 5,38-48). Algo novedoso porque muchos políticos y religiosos del siglo I no lo hacían. Veían, pues, una vida que transpiraba compasión y no pedía sacrificios, poniéndose siempre al lado del otro como un hermano más. El hermano mayor.
Esta praxis no es exclusiva de los cristianos. Pertenece a todo aquél que quiera hacerse humano y apostar por una sociedad de bienestar y de justicia, antes que una de carencias y conflictos. Es de todos los que quieran luchar para no tener que padecer el peso de sociedades fracturadas, en las que no se vive, sino que se sobrevive diariamente buscando lo mínimo para poder subsistir.
Iniciado ya el siglo XXI, el reconocimiento y la aceptación del otro sigue siendo un reto para la humanidad. ¿Será que, simplemente, no estamos dispuestos a hacernos próximos al otro y reconocerlo para emprender juntos caminos y proyectos de humanización? ¿hasta qué punto estamos contribuyendo —personal o institucionalmente— a superar la exclusión ideológica, el fanatismo político, la violencia social y el extremismo religioso? ¿no entendemos que estas actitudes sólo generan más víctimas, fruto de la violencia y la exclusión?
Tenemos el gran reto de regresar a la praxis de Jesús de Nazaret y crear nuevos espacios, discursos y actitudes que favorezcan el sentido de la «fraternidad», ahora olvidada por muchos. Hay algunas características de la praxis de Jesús que nos pueden ayudar a discernir el modo como estamos respondiendo ante los dramas que vivimos en este mundo globalizado.
Primero, Jesús reconoce el deterioro de la realidad sociopolítica y religiosa del siglo I, pero apuesta por un modo de vida que busca recrear las maneras como nos relacionamos los unos a los otros. Sin el reconocimiento de lo que sucede en nuestro entorno, todo cambio se reducirá a un mero deseo pasajero. Por ello es tan importante que sepamos lo que está sucediendo en nuestro mundo, nos informemos y tomemos postura frente a ello. La neutralidad no es ética.
Segundo, si leemos los Evangelios encontraremos que Jesús nunca se resignó a la normalidad de quien vive de las sobras que recibe. No quiso dádivas de los poderosos. Esto le dio la libertad para ejercer su legítimo derecho a luchar por una sociedad de justicia y de bienestar para todos. Hay que revisar si los compromisos —sociopolíticos, económicos o religiosos— que a veces hacemos, son más bien obstáculo en ese arduo camino de reconocer al otro y aceptarlo como a un hermano.
Tercero, Jesús no cedió ante la lógica oficial del miedo, que es la del victimario y el poderoso. Ellos lo mataron, pero nunca pudieron quitarle su libertad y su esperanza. Él siempre fue dueño y sujeto de su propia dignidad. Pero esto no fue fácil. Tuvo que poner las creencias y las ideologías a un lado para que «todos» pudieran sentarse juntos en una misma mesa. Su vida nos enseña que hay un bien precioso que el victimario nunca podrá quitarle a la víctima, como lo es su «dignidad», ejercida en plena libertad y vivida con gran esperanza, aún en medio del sufrimiento y la tribulación. Para ello es importante no ceder a la lógica del miedo. Eso es lo que busca el victimario.
Cuarto, su modo de ser no empleó palabras ni actos violentos, como tampoco apoyó actitudes ni regímenes autoritarios en su contexto. Aún más, denunció a aquellos que vivían del carrerismo religioso y practicaban la exclusión sociopolítica. Estas actitudes, muchas veces alimentadas por jerarcas y representantes de la Iglesia —como el Papa Francisco siempre nos recuerda en sus homilías diarias—, deben ser puestas de lado para poder emprender un cambio que nazca de un regreso sincero a esa praxis humanizadora que caracterizó a Jesús. Cualquier cambio ha de fijar los ojos en el estilo de vida del Nazareno. Él siempre ofrecía vida en abundancia a todos sin exclusión porque sabía ver más allá de la condición moral, socioeconómica o religiosa de los sujetos.
Podemos preguntarnos, entonces, ¿qué veían los pobres, los enfermos y los excluidos en Jesús de Nazaret, que les llamaba poderosamente la atención y lo querían escuchar? Veían su «honestidad con la realidad». A Jesús le dolía lo inhumano del entorno en el que tenían que vivir diariamente. Pero la gente también admiraba la «no violencia» con la que actuaba (Mt 5,38-48). Algo novedoso porque muchos políticos y religiosos del siglo I no lo hacían. Veían, pues, una vida que transpiraba compasión y no pedía sacrificios, poniéndose siempre al lado del otro como un hermano más. El hermano mayor.
Esta praxis no es exclusiva de los cristianos. Pertenece a todo aquél que quiera hacerse humano y apostar por una sociedad de bienestar y de justicia, antes que una de carencias y conflictos. Es de todos los que quieran luchar para no tener que padecer el peso de sociedades fracturadas, en las que no se vive, sino que se sobrevive diariamente buscando lo mínimo para poder subsistir.