Hacernos prójimo
Una de las grandes carencias humanas que podemos padecer es la incapacidad de discernir el significado y la trascendencia de la presencia de los otros en nuestras vidas, y cómo nos podemos hacer «próximos», los unos a los otros. Se trata de un fenómeno global, permeado por una profunda y creciente indolencia frente a los dramas humanos que acontecen a nuestro alrededor. En parte es fruto de actitudes individualistas o excluyentes que no promueven ni enseñan a reconocer que el otro es un «bien», un tesoro precioso, que nos da vida y humaniza.
Tal vez sea difícil entender que de ello depende nuestra propia realización como sujetos. En el rostro del otro, especialmente del pobre y la víctima, es donde se mide el talante de nuestra propia humanidad. Es posible que estemos fallando en la enseñanza y en la transmisión de la fe, al no entender que sin el amor al prójimo y la entrega fraterna a él nuestra fe será vacía, pues careceremos de la relación más humana que puede haber, como es la fraternidad, el «hacernos próximos» a los otros para darles cabida en nuestro corazón, mente e historia. Se trata, pues, de reconocer que el cristianismo siempre se realiza en un lugar social, y nunca individual.
Para muchos, los otros son aquellos que no pertenecen al círculo íntimo de amigos y familiares; imágenes distantes, carentes de rostro y siempre ajenas a los propios intereses. Hay quienes los tratan como seres desechables y los buscan por el solo beneficio político, económico o religioso que les reportan. Son pocos los que se relacionan con los demás como sujetos con rostros, cuyas historias de vida están llenas de esperanzas, dolencias, necesidades de afecto. Y también de dramas que muy poco conocemos si mantenemos un trato superficial o sólo interesado con las personas.
Por ello, cabe preguntarnos: ¿qué palabras usamos cuando hablamos de los otros? ¿Cómo los tratamos? ¿Conocemos sus historias de vida? ¿Cómo vemos a los pobres, las víctimas y los enfermos en nuestras vidas? ¿Les damos cabida en nuestro tiempo y afecto? ¿La relación con ellos nos humaniza o es sólo instrumental? Nuestras palabras y acciones «testimonian el propio talante humano», expresado en los valores que albergamos y la visión de familia y de sociedad que estamos construyendo.
Vale la pena recordar al teólogo suizo von Balthasar: «el hombre es siempre él mismo y su prójimo. Él es responsable de su vida ante la eternidad, pero lo hará según el modo como ha vivido con su prójimo (…). El prójimo no es concebido aquí solo como el entorno que afecta privadamente al individuo, sino también como la totalidad de los que constituyen la vida en sociedad». Por ello, descubrir que el otro tiene un rostro y una historia es un bien precioso para cada uno de nosotros. Da el coraje de superar prejuicios y falsas barreras que impiden compartir, sanamente, espacios de nuestras vidas, y así crecer en humanidad.
Percibir al otro como prójimo nos da una perspectiva distinta: no es alguien a quien debemos ofrecer limosnas o dádivas, pues lo haríamos dependiente antes que libre; él es aquel a quien debemos acercarnos, «hacernos próximos», dedicar nuestro tiempo para pensar formas de compartir espacios e intereses, aun en las diferencias. El otro ha de ser tratado siempre como un bien precioso en nuestras vidas, aún cuando no exista simpatía o empatía alguna, porque su dignidad humana jamás puede pasar desapercibida.
En la parábola del buen samaritano el problema no está en darle algo al prójimo, sino en «hacerse próximo en su dolencia». Acercarse a la víctima, al caído, y no pasar a su lado con indiferencia e indolencia. Solo el samaritano que no era considerado digno de Dios, ni ejemplo moral, fue quien se acercó y lo hizo próximo, porque lo movió la «compasión fraterna» antes que la religión, la economía o la política (Lc 10,29-37).
Para los creyentes es un reto trascendente. Implica querer ser tan buenos e incluyentes como Dios, porque «en Dios no hay acepción de personas» (Gál 2,6). El mismo Jesús estaba tan convencido de esto, que para él no existía ninguna relación religiosa, económica o política que pudiera sustituir lo que debemos hacer: el reto de hermanarnos. El valor que demos al sujeto medirá nuestra humanidad (Mt 5,23-24). ¿Cómo vemos al otro en nuestras vidas?
Tal vez sea difícil entender que de ello depende nuestra propia realización como sujetos. En el rostro del otro, especialmente del pobre y la víctima, es donde se mide el talante de nuestra propia humanidad. Es posible que estemos fallando en la enseñanza y en la transmisión de la fe, al no entender que sin el amor al prójimo y la entrega fraterna a él nuestra fe será vacía, pues careceremos de la relación más humana que puede haber, como es la fraternidad, el «hacernos próximos» a los otros para darles cabida en nuestro corazón, mente e historia. Se trata, pues, de reconocer que el cristianismo siempre se realiza en un lugar social, y nunca individual.
Para muchos, los otros son aquellos que no pertenecen al círculo íntimo de amigos y familiares; imágenes distantes, carentes de rostro y siempre ajenas a los propios intereses. Hay quienes los tratan como seres desechables y los buscan por el solo beneficio político, económico o religioso que les reportan. Son pocos los que se relacionan con los demás como sujetos con rostros, cuyas historias de vida están llenas de esperanzas, dolencias, necesidades de afecto. Y también de dramas que muy poco conocemos si mantenemos un trato superficial o sólo interesado con las personas.
Por ello, cabe preguntarnos: ¿qué palabras usamos cuando hablamos de los otros? ¿Cómo los tratamos? ¿Conocemos sus historias de vida? ¿Cómo vemos a los pobres, las víctimas y los enfermos en nuestras vidas? ¿Les damos cabida en nuestro tiempo y afecto? ¿La relación con ellos nos humaniza o es sólo instrumental? Nuestras palabras y acciones «testimonian el propio talante humano», expresado en los valores que albergamos y la visión de familia y de sociedad que estamos construyendo.
Vale la pena recordar al teólogo suizo von Balthasar: «el hombre es siempre él mismo y su prójimo. Él es responsable de su vida ante la eternidad, pero lo hará según el modo como ha vivido con su prójimo (…). El prójimo no es concebido aquí solo como el entorno que afecta privadamente al individuo, sino también como la totalidad de los que constituyen la vida en sociedad». Por ello, descubrir que el otro tiene un rostro y una historia es un bien precioso para cada uno de nosotros. Da el coraje de superar prejuicios y falsas barreras que impiden compartir, sanamente, espacios de nuestras vidas, y así crecer en humanidad.
Percibir al otro como prójimo nos da una perspectiva distinta: no es alguien a quien debemos ofrecer limosnas o dádivas, pues lo haríamos dependiente antes que libre; él es aquel a quien debemos acercarnos, «hacernos próximos», dedicar nuestro tiempo para pensar formas de compartir espacios e intereses, aun en las diferencias. El otro ha de ser tratado siempre como un bien precioso en nuestras vidas, aún cuando no exista simpatía o empatía alguna, porque su dignidad humana jamás puede pasar desapercibida.
En la parábola del buen samaritano el problema no está en darle algo al prójimo, sino en «hacerse próximo en su dolencia». Acercarse a la víctima, al caído, y no pasar a su lado con indiferencia e indolencia. Solo el samaritano que no era considerado digno de Dios, ni ejemplo moral, fue quien se acercó y lo hizo próximo, porque lo movió la «compasión fraterna» antes que la religión, la economía o la política (Lc 10,29-37).
Para los creyentes es un reto trascendente. Implica querer ser tan buenos e incluyentes como Dios, porque «en Dios no hay acepción de personas» (Gál 2,6). El mismo Jesús estaba tan convencido de esto, que para él no existía ninguna relación religiosa, económica o política que pudiera sustituir lo que debemos hacer: el reto de hermanarnos. El valor que demos al sujeto medirá nuestra humanidad (Mt 5,23-24). ¿Cómo vemos al otro en nuestras vidas?