Libertad, igualdad y fraternidad
Si bien es cierto que las nociones de libertad, igualdad y fraternidad nos ayudan a comprender nuestra condición cristiana, no es menos cierto que forman parte de la mens sociopolítica occidental desde que fueron proclamadas en diciembre de 1790 por Robespierre. Desde entonces se han constituido en referentes que miden la dinámica sociopolítica de nuestros pueblos. El 10 de diciembre de 1948, la Asamblea General de las Naciones Unidas aprobó el texto de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, proclamando en su artículo 1 que: «todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros».
Hoy en día estamos viviendo una época de reordenamiento de los espacios y las relaciones sociales, afectando el modo como nos tratamos y las expectativas que tenemos acerca del futuro. El talante fraterno que da sentido al ejercicio de la libertad y a la lucha por la igualdad se ha perdido, generando significativas consecuencias en lo sociopolítico y económico. Los discursos públicos manipulan las nociones de libertad e igualdad, y los privados se burlan de la fraternidad. Muchos no quieren aceptar que lo que está en juego es nuestra propia humanización. Basta con discernir el modo como nos estamos tratando los unos a los otros.
El 25 de abril del 2009 el periódico Le Monde hizo público un estudio sobre la evolución de los valores, entre ellos los de la libertad, la igualdad y la fraternidad, en el período comprendido desde 1981 hasta el 2008. Dicho estudio fue tomado de la publicación La France à travers ses valeurs de Jean-François Tchernia. Para 1981 el valor de la libertad contaba con un 53% de aceptación sobre el de la igualdad que alcanzaba sólo un 32%. Sin embargo, para el 2008 estas cifras muestran una clara inversión, y la igualdad adquiere un rango de prioridad en la preferencia social del 57% sobre la libertad que cuenta con el 40% ¿Podemos leer esta inversión como un dato positivo en el ethos sociocultural y político? ¿no expresa una conciencia emergente del modo como nos relacionamos y las expectativas que tenemos? ¿por qué no aparece la fraternidad?
Lo que entendamos por estos valores afecta a tres aspectos fundamentales para nuestro desarrollo humano: (a) el modo como una determinada sociedad valoriza el uso de los espacios privados; (b) el acceso que cada individuo tiene a los espacios públicos; (c) las expectativas de cada uno respecto de su bienestar socioeconómico.
La noción de «libertad» ha ido quedando reducida a un ejercicio de valoración y defensa de los espacios privados propios, dada la imposibilidad de encontrar condiciones estructurales que favorezcan el logro de objetivos sociales y económicos que permitan una sana movilidad social y un bienestar económico en la vida de la mayoría de las personas. A la vez, se ha venido asumiendo, en la práctica, un nuevo consenso por el que la conservación y la organización del espacio público es entendido como responsabilidad exclusiva de la autoridad política elegida en contextos de gobiernos centralistas o totalitarios que no promueven la corresponsabilidad individual.
Cada vez se entiende menos a la libertad como un ejercicio de la voluntad individual con el fin de construir objetivos comunes. Esto se debe a que si no acepto e integro al otro, en sus diferencias más reales, no será viable un compromiso personal permanente que permita construir espacios de vida en común. Hemos olvidado la trascendencia de este valor, reduciéndolo a un mero acto de elegir o de hacer lo que sea sin límite alguno. Como consecuencia, seguirá creciendo la intolerancia y la anarquía.
La noción de «igualdad» también atraviesa por una crisis de sentido. Olvidamos su función de reordenamiento social a partir del reconocimiento imperativo de la dignidad propia de cada sujeto humano y se pretende reducir a una mera práctica de homologación de todos los individuos y su adecuación a un marco formal de derechos individuales, olvidando los deberes comunes. Se olvida que la igualdad implica un marco de condiciones socioestructurales, y por tanto comunes, capaz de generar relaciones recíprocas —derechos y deberes— que respeten y potencien las diferencias, antes que anularlas en nombre de proyectos totalitarios.
No somos iguales porque existan políticas de homologación social, económica o política —con los otros— que anulen las diferencias propias de cada persona. Somos iguales en la medida en que cada sujeto vive en las mejores condiciones humanas posibles, permitiendo el desarrollo pleno de «toda» la persona y de «todas» las personas en un mismo espacio común, independientemente de su posición social, política o religiosa. Esto se da potenciando lo propio y diferente de cada uno. La igualdad es viable en el marco del respeto y la promoción de las diferencias, en razón de la dignidad humana natural a cada persona.
Repensar estos valores, como son la libertad y la igualdad, desde la condición cristiana, parte de no asumirlos como absolutos. Éstos son siempre relativos al espíritu fraterno con el que se practiquen. La praxis de Jesús nos ilumina al respecto al colocar a la fraternidad como el único camino absoluto que permite alcanzar una vida auténtica y plena (Mt 22,35-40; Mc 12,28-34).
El talante fraterno con el que vivamos será la medida de nuestro compromiso con el desarrollo de «todo» el sujeto humano y de «todos» los sujetos humanos, sin excepción ni discriminación. La fraternidad es posible en el marco del reconocimiento de la dignidad humana, como una cualidad que nos humaniza recíprocamente, e independiente de toda posición ideológica, estatus socioeconómico o condición moral (Gal 2,6). Es el espíritu fraterno el que nos impulsa a luchar por la igualdad mediante el ejercicio de prácticas sociopolíticas, económicas y religiosas que favorezcan modos de tratarnos que nos humanicen. La fraternidad nos impulsa a construir condiciones de vida digna en el marco de un estado de derechos y deberes, y no sólo de derechos.
Vivir fraternalmente hace que nuestra libertad sea corresponsable y la igualdad diferenciadora. Una igualdad sin libertad nos llevaría al olvido de las diferencias propias de cada sujeto, generando sólo procesos de homologación social, como sucede en los sistemas totalitarios, negando así la fraternidad. Y una libertad sin igualdad nos alejaría de la creación de espacios comunes y permitiría la exacerbación de prácticas anárquicas, generando dinámicas de fragmentación social y deshumanización.
La igualdad y la libertad no se bastan a sí mismas. Ambas adquieren sentido según el espíritu con el que se practiquen mutuamente. Cuando tal espíritu es el fraterno, entonces serán fecundas, y no solamente exitosas. Una sociedad puede ser libre e igualitaria y, aún así, poco humana y fecunda en sus relaciones socioculturales, económicas, políticas y religiosas. Sólo desde la fraternidad el sujeto descubre que es libre porque construye su propia historia con los otros y para los otros, pero la construye desde lo más propio y genuino de sí mismo, y en las mejores condiciones humanas posibles a ambos, como lo revela la praxis de Jesús.
Hoy en día estamos viviendo una época de reordenamiento de los espacios y las relaciones sociales, afectando el modo como nos tratamos y las expectativas que tenemos acerca del futuro. El talante fraterno que da sentido al ejercicio de la libertad y a la lucha por la igualdad se ha perdido, generando significativas consecuencias en lo sociopolítico y económico. Los discursos públicos manipulan las nociones de libertad e igualdad, y los privados se burlan de la fraternidad. Muchos no quieren aceptar que lo que está en juego es nuestra propia humanización. Basta con discernir el modo como nos estamos tratando los unos a los otros.
El 25 de abril del 2009 el periódico Le Monde hizo público un estudio sobre la evolución de los valores, entre ellos los de la libertad, la igualdad y la fraternidad, en el período comprendido desde 1981 hasta el 2008. Dicho estudio fue tomado de la publicación La France à travers ses valeurs de Jean-François Tchernia. Para 1981 el valor de la libertad contaba con un 53% de aceptación sobre el de la igualdad que alcanzaba sólo un 32%. Sin embargo, para el 2008 estas cifras muestran una clara inversión, y la igualdad adquiere un rango de prioridad en la preferencia social del 57% sobre la libertad que cuenta con el 40% ¿Podemos leer esta inversión como un dato positivo en el ethos sociocultural y político? ¿no expresa una conciencia emergente del modo como nos relacionamos y las expectativas que tenemos? ¿por qué no aparece la fraternidad?
Lo que entendamos por estos valores afecta a tres aspectos fundamentales para nuestro desarrollo humano: (a) el modo como una determinada sociedad valoriza el uso de los espacios privados; (b) el acceso que cada individuo tiene a los espacios públicos; (c) las expectativas de cada uno respecto de su bienestar socioeconómico.
La noción de «libertad» ha ido quedando reducida a un ejercicio de valoración y defensa de los espacios privados propios, dada la imposibilidad de encontrar condiciones estructurales que favorezcan el logro de objetivos sociales y económicos que permitan una sana movilidad social y un bienestar económico en la vida de la mayoría de las personas. A la vez, se ha venido asumiendo, en la práctica, un nuevo consenso por el que la conservación y la organización del espacio público es entendido como responsabilidad exclusiva de la autoridad política elegida en contextos de gobiernos centralistas o totalitarios que no promueven la corresponsabilidad individual.
Cada vez se entiende menos a la libertad como un ejercicio de la voluntad individual con el fin de construir objetivos comunes. Esto se debe a que si no acepto e integro al otro, en sus diferencias más reales, no será viable un compromiso personal permanente que permita construir espacios de vida en común. Hemos olvidado la trascendencia de este valor, reduciéndolo a un mero acto de elegir o de hacer lo que sea sin límite alguno. Como consecuencia, seguirá creciendo la intolerancia y la anarquía.
La noción de «igualdad» también atraviesa por una crisis de sentido. Olvidamos su función de reordenamiento social a partir del reconocimiento imperativo de la dignidad propia de cada sujeto humano y se pretende reducir a una mera práctica de homologación de todos los individuos y su adecuación a un marco formal de derechos individuales, olvidando los deberes comunes. Se olvida que la igualdad implica un marco de condiciones socioestructurales, y por tanto comunes, capaz de generar relaciones recíprocas —derechos y deberes— que respeten y potencien las diferencias, antes que anularlas en nombre de proyectos totalitarios.
No somos iguales porque existan políticas de homologación social, económica o política —con los otros— que anulen las diferencias propias de cada persona. Somos iguales en la medida en que cada sujeto vive en las mejores condiciones humanas posibles, permitiendo el desarrollo pleno de «toda» la persona y de «todas» las personas en un mismo espacio común, independientemente de su posición social, política o religiosa. Esto se da potenciando lo propio y diferente de cada uno. La igualdad es viable en el marco del respeto y la promoción de las diferencias, en razón de la dignidad humana natural a cada persona.
Repensar estos valores, como son la libertad y la igualdad, desde la condición cristiana, parte de no asumirlos como absolutos. Éstos son siempre relativos al espíritu fraterno con el que se practiquen. La praxis de Jesús nos ilumina al respecto al colocar a la fraternidad como el único camino absoluto que permite alcanzar una vida auténtica y plena (Mt 22,35-40; Mc 12,28-34).
El talante fraterno con el que vivamos será la medida de nuestro compromiso con el desarrollo de «todo» el sujeto humano y de «todos» los sujetos humanos, sin excepción ni discriminación. La fraternidad es posible en el marco del reconocimiento de la dignidad humana, como una cualidad que nos humaniza recíprocamente, e independiente de toda posición ideológica, estatus socioeconómico o condición moral (Gal 2,6). Es el espíritu fraterno el que nos impulsa a luchar por la igualdad mediante el ejercicio de prácticas sociopolíticas, económicas y religiosas que favorezcan modos de tratarnos que nos humanicen. La fraternidad nos impulsa a construir condiciones de vida digna en el marco de un estado de derechos y deberes, y no sólo de derechos.
Vivir fraternalmente hace que nuestra libertad sea corresponsable y la igualdad diferenciadora. Una igualdad sin libertad nos llevaría al olvido de las diferencias propias de cada sujeto, generando sólo procesos de homologación social, como sucede en los sistemas totalitarios, negando así la fraternidad. Y una libertad sin igualdad nos alejaría de la creación de espacios comunes y permitiría la exacerbación de prácticas anárquicas, generando dinámicas de fragmentación social y deshumanización.
La igualdad y la libertad no se bastan a sí mismas. Ambas adquieren sentido según el espíritu con el que se practiquen mutuamente. Cuando tal espíritu es el fraterno, entonces serán fecundas, y no solamente exitosas. Una sociedad puede ser libre e igualitaria y, aún así, poco humana y fecunda en sus relaciones socioculturales, económicas, políticas y religiosas. Sólo desde la fraternidad el sujeto descubre que es libre porque construye su propia historia con los otros y para los otros, pero la construye desde lo más propio y genuino de sí mismo, y en las mejores condiciones humanas posibles a ambos, como lo revela la praxis de Jesús.