La Natividad de Jesús y la paz social
Luego del año 70 d.C., tras la destrucción de Jerusalén, quedó la pregunta por esa paz que no llegaba y había sido anunciada por Jesús. Siempre surgían nuevos movimientos violentos. Algo parecido a lo que ocurre en nuestros días. En ese contexto, las comunidades judeocristianas, inspiradas en la espiritualidad de los anawin, recuerdan a Jesús y renuevan su fe en él como el único Mesías no violento ni revolucionario político. Asumen la tarea de redactar los relatos de la Natividad para recordarnos que cuando nos consume la desesperanza, Jesús no ofrece la paz del «pan y circo», sino una que nos hace libres y fraterniza, pero sólo si cada uno lo quiere y asume sin temor (2 Tim 1,7).
Una realidad conflictiva
Jesús nace entre el año 6 y 4 a.C., entre marzo y abril, justo antes de la muerte de Herodes El Grande. El emperador era Augusto, sucedido luego por Tiberio. El prefecto en el año 15 d.C. era Valerio Grato, quien nombra a Caifás como sumo sacerdote en el año 18 d.C. Caifás hará una alianza con Pilato, el nuevo prefecto a partir del año 26 d.C.
Luego de la muerte de Herodes, en el 4 a.C., la región entró en un proceso de inestabilidad sociopolítica y empobrecimiento económico, agravado por una crisis religiosa. Se cuestionaba la presencia romana que deificaba al César oprimiendo a los que se le oponían. El mismo Juan el Bautista describirá la situación de corrupción, extorsión y falsa religiosidad (Lc 3,10-15).
¿Era posible la paz?
Para la cultura mediterránea, la paz era lo que César Augusto había logrado: él había unificado al Imperio trayendo «la paz al mundo», pero lográndola por medio de la violencia, la dominación de los pueblos, el saqueo de los bienes y la esclavitud. Era una paz que favorecía la abundancia de pocos y la escasez de bienes para muchos, haciendo uso de la moneda romana para generar mecanismos cambiarios que producían inmensos beneficios económicos. Todo bajo una estricta censura política respecto de cualquier disidencia.
Las comunidades de Mateo y Lucas releen sus vidas a la luz de Jesús como el anuncio de una «Buena noticia» que les había sido dada y reafirman que sí es posible construir un «mundo más humano» donde reine la justicia y el bienestar (Mt 5,9-10).
La impotencia de un niño
Jesús nace en la pobreza. Carente de símbolos de poder o estatus. El anuncio del ángel acontece en medio de condiciones adversas. Nace uno que representa a Dios y está en medio de los pobres, el Emmanuel. Esa es la gloria que se anuncia esa noche porque Dios tomará postura en esta historia.
La fragilidad del niño en un pesebre contrastará con el poder de César Augusto, a quien se le llamaba «El salvador del mundo». Los primeros cristianos se preguntarán: ¿cuál es la verdadera salvación? ¿la que controla y ofrece dádivas? ¿pan y circo?
El niño marcará un nuevo camino para lograr la paz entre los hombres de buena voluntad. Su humanidad desmontará los intentos por ideologizar la religión y sacralizar la política.
El anuncio a los pobres
María participaba de la espiritualidad de los pobres de Yahveh, que se recoge en el Magnificat. Ahí se le ora a un Dios que se aparta de los que se aferran al poder y al dinero, y se hace cercano a los problemas de los humildes y hambrientos (Lc 1,51-53). Jesús, como su madre, se entiende como un pobre de Yahveh. Él cree en un Dios que, en cuanto Padre compasivo, no trae la salvación por medio de prácticas religiosas, sino sanando los corazones y viviendo compasivamente (Sal 50).
Este anuncio es también recibido por los pastores, que eran considerados laxos en el cumplimiento de la ley y por tanto impuros, pecadores. Los evangelistas hacen uso del recurso literario llamado angelofanía: muestran una multitud de «legiones» de ángeles para dar gloria a Dios «en las alturas» y anunciar en la tierra «paz a todos» porque «el Señor los ama» (Lc 2,13-14). Es un himno que contrapone la paz impuesta por las «legiones romanas» con esta otra anunciada por las «legiones angélicas». Así se simboliza el querer divino: la «gloria de Dios» es que todo hombre viva sin miedos ni tiranos que lo gobiernen.
El anuncio se da en medio de la noche y ofrece una nueva «luz», una esperanza que permitirá ver la realidad de otro modo (Lc 1,78-79). Es una luz que no tendrá su origen en el dios Apolo, el padre de César, pero tampoco en el Dios del Templo. Esta luz proviene de las «entrañas de misericordia de Dios» que quiere iluminar a todos sus hijos para que no vivan con miedo y desesperanza. La luz permite ver un modo de ser humano que se realiza construyendo «la paz social», fraternizando, buscando el bien del otro y la justicia para todos, independientemente de creencias religiosas o adhesiones ideológicas. Es una invitación a dejar atrás la venganza, el odio, la envidia y el resentimiento para construir caminos de bienestar común. Pero, ¿cómo lograrlo si Jesús no nace para ser un revolucionario político?
Ha nacido el único Mesías
El nacimiento de Jesús se representa en Belén, siguiendo la tradición mesiánica (Miq 5,1; Mt 2,5-6; Jn 7,42). Es anunciado por un ángel a los pastores (Lc 2,11) diciendo: «no teman» (Lc 2,10). Lucas ha desmontado una proclamación imperial: es Jesús, y no Augusto, el único Mesías; es Belén, y no Roma, la ciudad donde se inicia la verdadera paz; fueron los pobres, y no los ricos y poderosos, los que apostaron por un cambio. Hay esperanza: «no teman».
Se nos recuerda que la fe y la esperanza trascienden las creencias religiosas y las adhesiones políticas, y asumen a todos sin mirar la condición moral. Es una buena nueva porque une a todos los que tienen buena voluntad, mostrando que sí es posible un modo de ser más humano.
Estos relatos ayudaron a discernir la vida frente a la dureza de la propaganda imperial que divinizaba el ejercicio del poder político en nombre de una paz ideologizada; y ponían en cuestión a los líderes religiosos que carecían de compasión e imponían cargas en las conciencias de muchos. ¿Seremos capaces de reconstruir la verdadera paz —para todos/as— y comunicar esperanza a pesar de las adversidades?