No hay espiritualidad sin fraternidad
La pesadumbre cotidiana puede hacer que perdamos la esperanza. No sólo la que podamos tener en un cambio político, sino también en nosotros mismos como personas capaces de construir una vida buena a partir de las potencialidades que tenemos. La praxis de Jesús, su modo de afrontar la realidad en medio de la opresión de un Imperio y junto a un pueblo que pasaba hambre y se sentía abandonado por sus líderes (Mt 9,32-38), puede ser inspiradora para reconstruir nuestras vidas, devolvernos la esperanza y buscar el bien común.
Vivir al estilo de la humanidad de Jesús es lo que da razón de ser a lo que llamamos «espiritualidad cristiana». Esta no se define porque el sujeto pertenezca a una determinada confesión religiosa o ideológica, o cumpla con determinados ritos y normas, sino porque viva con el mismo espíritu con el que vivió Jesús y asuma su causa por la humanización de las relaciones sociales de forma no violenta ni ideológica. Es «cristiana» en cuanto entiende que Jesús es paradigma del modo de relacionarnos con Dios –Padre misericordioso–, y con los demás –como hermanos, pues él es confesado como el Cristo, que significa que él es el «Señor y Mesías», y no quienes tienen el poder político para oprimir e imponer su ideología.
No podemos hablar de tal espiritualidad si no apostamos por el camino de la no violencia (Mt 5,9), si no luchamos en favor de la justicia (Mt 5,10) y optamos por el pobre y la víctima (Lc 6,20), independientemente de su condición moral o política, porque «en Dios no hay acepción de personas» (Gal 2,6). No es cristiana si nuestras relaciones con los demás son falsas, convirtiendo al otro en objeto e instrumento del propio interés ideológico.
En apariencia, vivir así, es algo débil e ingenuo para quien está acostumbrado a ejercer la autoridad que le viene de un cargo, del dinero o de la fuerza política o militar. Pero viviendo así, aprendiendo a tratar al otro como hermano, Jesús logró hacer renacer la esperanza de su pueblo, sanar los corazones agobiados y desestabilizar las prácticas sociales y políticas establecidas por el Imperio romano. Su credibilidad y atracción venían de la libertad con la que vivía para entregarse a todos sin exclusión ni imposición (2 Cor 3,17).
Esto nos coloca ante un reto: querer el bien del otro y apostar por la reconstrucción de espacios comunes donde podamos convivir todos. La práctica fraterna se construye mediante acciones concretas que sanen necesidades reales: «tuve hambre..., tuve sed..., era forastero..., estaba desnudo..., enfermo y en la cárcel» (Mt 25,42ss). Esto supone una conversión respecto a cómo vemos al otro. El otro no es un simple objeto de lástima o limosnas. La clave es la fraternidad, pero ésta no consiste en dar algo, «dádivas», sino en acercarme al otro y hacerlo próximo ¬–prójimo– a mi existencia, en dejarlo entrar en mi espacio y juntos crear algo nuevo.
Jesús coloca al mismo nivel dos relaciones: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu fuerza» (Dt 6,5) y «Amarás al prójimo como a ti mismo» (Lev 19,18), pero las invierte. La práctica del amor fraterno que convierte al otro en próximo a mí –mi prójimo– es la condición para encontrar el amor de Dios (Mt 22,35-40). A Pablo le costó aprender esto. En la cárcel relee su relación con Onésimo. Reconoce que fue «engendrado entre cadenas» —como esclavo—, luego aprendió a «cargarlo en su propio corazón» —como hijo—, hasta que finalmente lo pudo asumir como «hermano querido» (Flm).
Vivir al estilo de la humanidad de Jesús es lo que da razón de ser a lo que llamamos «espiritualidad cristiana». Esta no se define porque el sujeto pertenezca a una determinada confesión religiosa o ideológica, o cumpla con determinados ritos y normas, sino porque viva con el mismo espíritu con el que vivió Jesús y asuma su causa por la humanización de las relaciones sociales de forma no violenta ni ideológica. Es «cristiana» en cuanto entiende que Jesús es paradigma del modo de relacionarnos con Dios –Padre misericordioso–, y con los demás –como hermanos, pues él es confesado como el Cristo, que significa que él es el «Señor y Mesías», y no quienes tienen el poder político para oprimir e imponer su ideología.
No podemos hablar de tal espiritualidad si no apostamos por el camino de la no violencia (Mt 5,9), si no luchamos en favor de la justicia (Mt 5,10) y optamos por el pobre y la víctima (Lc 6,20), independientemente de su condición moral o política, porque «en Dios no hay acepción de personas» (Gal 2,6). No es cristiana si nuestras relaciones con los demás son falsas, convirtiendo al otro en objeto e instrumento del propio interés ideológico.
En apariencia, vivir así, es algo débil e ingenuo para quien está acostumbrado a ejercer la autoridad que le viene de un cargo, del dinero o de la fuerza política o militar. Pero viviendo así, aprendiendo a tratar al otro como hermano, Jesús logró hacer renacer la esperanza de su pueblo, sanar los corazones agobiados y desestabilizar las prácticas sociales y políticas establecidas por el Imperio romano. Su credibilidad y atracción venían de la libertad con la que vivía para entregarse a todos sin exclusión ni imposición (2 Cor 3,17).
Esto nos coloca ante un reto: querer el bien del otro y apostar por la reconstrucción de espacios comunes donde podamos convivir todos. La práctica fraterna se construye mediante acciones concretas que sanen necesidades reales: «tuve hambre..., tuve sed..., era forastero..., estaba desnudo..., enfermo y en la cárcel» (Mt 25,42ss). Esto supone una conversión respecto a cómo vemos al otro. El otro no es un simple objeto de lástima o limosnas. La clave es la fraternidad, pero ésta no consiste en dar algo, «dádivas», sino en acercarme al otro y hacerlo próximo ¬–prójimo– a mi existencia, en dejarlo entrar en mi espacio y juntos crear algo nuevo.
Jesús coloca al mismo nivel dos relaciones: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu fuerza» (Dt 6,5) y «Amarás al prójimo como a ti mismo» (Lev 19,18), pero las invierte. La práctica del amor fraterno que convierte al otro en próximo a mí –mi prójimo– es la condición para encontrar el amor de Dios (Mt 22,35-40). A Pablo le costó aprender esto. En la cárcel relee su relación con Onésimo. Reconoce que fue «engendrado entre cadenas» —como esclavo—, luego aprendió a «cargarlo en su propio corazón» —como hijo—, hasta que finalmente lo pudo asumir como «hermano querido» (Flm).