El drama de la inmigración ayer y hoy. Navidad desgarradora.

Una Navidad diferente y real.

De repente, como una borrasca inesperada, José se sintió abatido. No era posible. Aquella niña encantadora de Nazaret, su Miriam del alma, estaba embarazada. Dio mil vueltas en la cama mientras intentaba conciliar el sueño pero ¡nada! Él, que hubiera dado la vida por ella sin dudarlo ni un instante. Sentía un nudo de serrín en el estómago que no podía digerir. Le parecía una locura aquello que Miriam le había dicho: es cosa de Dios. Pero a él eso no le consolaba. Con los problemas que había en el mundo ya se podía preocupar  Dios de otra cosa en lugar de crear problemas entre él y Miriam. Ahora que todo parecía tan hermoso después de los desposorios. Ahora que ya habían decidido ir a vivir juntos. Ahora que el futuro se abría de manera luminosa ante ellos.

Las cosas no podían quedar así; había que hacer algo. Y, además, era urgente.

 A la carpintería de José llegaban cada día hombres desesperados por la situación social y política que estaban viviendo. Los romanos llegaban, de vez en cuando, y se llevaban las escasas cosechas que había. Cada año había menos grano dispuesto para la siembra. Era imposible vivir en aquella dependencia y sumisión. Una esclavitud legal y vergonzosa. ¿Cómo podía permitir Dios una situación tan cruel e inhumana? Yavé, que era el valedor de los pobres, parecía estar de acuerdo con los romanos para mantener aquella situación de explotación y esclavitud. José se sentía incapaz de cobrar sus pequeños trabajos de construcción o de carpintería a aquellos hombres que no tenían apenas nada para llevarse a la boca. Pero él también tenía que vivir.

 Aquella noche lo decidió. Se iría lejos, muy lejos. Allí donde los romanos no dominaran y nadie le conociera. Había que poner tierra por medio para alejarse de aquella situación vergonzosa y miserable en la que se encontraba. Prefería ser un don nadie a ser un hombre avergonzado y arruinado. ¡Bastante había soportado ya!

 Cuando el alba se insinuaba por el pequeño ventanuco de su habitación de adobe, consiguió conciliar el sueño. Y fue un sueño en toda regla. Veía a María radiante, con su sonrisa abierta y auténtica, que le decía: Ven, José. No tengas miedo. Juntos seremos capaces de afrontar la vida. Nos necesitamos los dos. Ven. Dios escribe con renglones torcidos y quiere decirnos algo en todo esto que está sucediendo. Confía una vez más.

   Cuando el gallo cantó, José se despertó  con un dolor de cabeza espantoso. Era lo que le faltaba, que no pudiera trabajar. Salió al sereno y respiró profundamente la brisa fresca que le regalaba la mañana. Aún se insinuaban algunas estrellas en medio del cielo azul oscuro. Se dirigió al brocal del pozo y sacó un cubo de agua para beber. Pudo contemplar cómo el fondo del pozo se veía iluminado por la luz de la luna hasta hacerlo de plata. El agua fresca de madrugada le alivió y el dolor de cabeza se fue mitigando poco a poco hasta desaparecer del todo. De repente oyó la voz de María que se acercaba.

   Hablaron sin prisa durante buena parte de la mañana. José, contemplando a Miriam, se sentía incapaz de llevar a cabo la decisión que había tomado durante la noche. Ni siquiera se atrevió a confesársela. Escaparse de ella sería una condena eterna. La recordaría una y otra vez como un castigo divino. Sería incapaz de poder ser feliz lejos de ella y de su mirada. Tal vez nunca más podría dormir sabiendo que la había abandonado. Estrechó la mano de Miriam y todo se volvió transparente. Seguro que encontrarían la forma de arreglar aquello. Seguro. Conocía cientos de mujeres abandonadas con sus hijos que vivían sin derechos, avergonzadas, marginadas. Mujeres que acababan en la prostitución y en la esclavitud. Él no podía permitir que Miriam terminara de la misma manera. Pasaría la vergüenza y la afrenta ante los suyos y en medio de su pueblo pero no la abandonaría por nada del mundo. Un hombre es un hombre en la alegría y en la dificultad. Y él lo era. Con Miriam había descubierto el amor y ya nada era como antes. No podía imaginarse la vida lejos de ella, sin ella. Miraba por sus ojos, latía por su corazón, cuando la vida se transformaba en mil preguntas allí estaba ella como la mejor respuesta. Separarse de ella para siempre era como desgarrase por dentro y dejar que la carne se cayera a trozos. Miriam no era importante en su vida, era su vida misma. Había conocido a muchas mujeres a lo largo de su vida pero Miriam era especial, única y se merecía todo su amor.

Jamás olvidaría aquel viaje nocturno en un vuelo de Iberia desde Quito hasta Madrid Barajas. Los sentimientos se encontraban y las lágrimas y la alegría se abrían paso sin dificultad. Amparito Guaita Tubon es la hija mayor de una familia campesina de Quinchicoto, en la provincia de Tungurahua del Ecuador.  Es la mayor de cinco hermanos. Sus padres aunque no son muy viejos están acabados y desgastados por una vida de trabajo intenso en precarias condiciones de vida. Amparito aprendió a coser desde muy niña y así ha ido colaborando en su casa para sacar adelante a sus hermanos. Pero la situación se hacía cada día más insostenible. Uno de sus hermanos está enfermo y necesita un tratamiento médico que su familia no puede pagar. Amparito ha sabido, por una amiga de su pueblo que está trabajando en España, que en la madre patria se puede ganar dinero fácilmente como costurera o empleada de hogar. Y no se lo ha pensado mucho. Ha reunido todos los ahorros de su casa y otros que le ha pedido a sus tíos y se ha comprado un billete de avión para viajar a España. Sus padres no querían que se marchara tan lejos pero la necesidad obliga. La noche de la despedida se convirtió en un mar de lágrimas en la casa de los Guaita pero la suerte estaba ya echada. Amparito mira por la ventana del avión y sólo ve un mar negro y muchas nubes pero ella reza y confía. Lleva colgado en su cuello el viejo rosario de su abuela, hecho con huesos de aceituna y, de vez en cuando, lo aprieta contra sus senos y reza en silencio convencida de que no va a faltarle la ayuda de Diosito.

  Aquella mañana José se había desplazado a las afueras de Nazaret para arreglar un cobertizo de animales que se había derrumbado. Cuando vio a lo lejos un destacamento romano que se acercaba a la aldea de Nazaret, un sudor frío le llenó la frente. Nada bueno podía esperarse de aquello. Y no estaba muy equivocado. Traían un edicto de César Augusto obligando a todos a empadronarse en su lugar de origen. Los romanos querían un censo para que nadie se escapara de pagar impuestos. Las guerras exigían mucho dinero y sólo podía recaudarse entre la gente sencilla que era la única que trabajaba. José apretó los puños. ¿No les bastaba con todo lo que robaban para que ahora obligaran a la gente a desplazarse a lugares lejanos en tan precaria situación?  Elevó los ojos al cielo y pidió justicia a Yavé apretando los dientes. ¿Cuándo surgirá un profeta que denuncie esta situación de bochorno que está sufriendo el pueblo elegido?

 Cuando José llegó a la aldea, María ya sabía lo del censo y esperaba nerviosa a ver qué pensaba José. Si el censo era obligatorio tendrían que desplazarse hasta Belén. José la tranquilizó.

-No te preocupes, María; si hemos de ir a Belén, lo haremos. Me han pagado bien el arreglo del cobertizo y nos servirá para el camino. Saldremos pasado mañana. Tendrás que sacar los ahorros que tenías en la tinaja desde el día de la boda. Nos harán falta para el viaje.

  Cuando María y José se pusieron en camino, antes del alba, se veían ya pequeños grupos de caminantes que se dirigían a sus lugares de origen para inscribirse en le censo. En Nazaret se produjo un revuelo considerable. En todas las familias había algunos miembros que eran de fuera. Las guerras y las pestes obligaban a muchos a emigrar a otros lugares buscando una posibilidad de mejor vida. Había familias completas que tenían que ponerse en camino. Nazaret era un hervidero de idas y venidas, de compras y preparativos. El Edicto había conseguido perturbar la paz y la serenidad de aquella pequeña aldea de Nazaret.

   Cuando por fin Amparito, después de muchos controles, por culpa de Coronavirus,  abandonó el aeropuerto de Barajas y descubrió el sol de España pensó que ya no había marcha atrás. Todo le parecía nuevo, la luz, el aire, los edificios modernos de cristal, los taxis, las caras de la gente. Ella, pequeñita y morenita, se sentía diferente en medio de los españoles blanquitos bien alimentados y mejor vestidos. El mundo parecía querer venírsele abajo. Pero pensaba en sus papitos y en su hermano enfermo y le brotaba desde dentro una fuerza indescriptible que ella sabía muy bien venía de Diosito. Por fin llegó a la casa de su amiga Delia que vivía en alquiler en un piso viejo de la calle Palencia de Madrid. Traía un papel en su pecho con la dirección de su amiga. Llamó al timbre pero nadie contestaba. Un terror incontrolable la invadió por entero. Si su amiga Delia no vivía allí estaría sola y abandonada en el mundo a miles de kilómetros de su casa. Decidió esperar. Al medio día llegó su amiga Delia de trabajar. Cuando la vio subir la escalera un llanto descontrolado de alegría la invadió por entero. Se estrechó en un abrazo interminable con ella mientras se secaban mutuamente las lagrimas. Aquella tarde no dejaron de hablar de Quinchicoto, de sus familias, de sus costumbres, de la gente de su pueblo.

  En un rincón de aquel piso viejo y pequeñito, Delia había preparado una cama para Amparito. Vivirían juntas mientras no encontraran otra cosa mejor. Estaban acostumbradas a la pobreza. Amparito se sintió liberada cuando Delia le dijo que había encontrado un trabajito para ella. Por la mañana acompañaría a una mujer española anciana y viuda que vivía sola en un piso grande y moderno. Por la tarde haría trabajos de costura en casa. Delia ya había repartido por los comercios del barrio una octavilla fotocopiada que anunciaba trabajos de costura a partir de tres euros.

-Vamos a dormir, Amparito; mañana comienzas a trabajar y bien seguro que estás muy cansada del largo viaje.

  El camino se hacía largo y costoso. Un sol de bronce golpeaba los rostros y secuestraba el aliento. José miraba a María y veía su rostro enrojecido y cansado, oculto en ocasiones por un pañuelo que le cubría la cabeza. Era muy duro para una mujer en estado mantener aquel ritmo de pasos sobre los lomos de un burro viejo y cansado. Pero ella sonreía cuando la miraba José y todo se hacía más llevadero. Y un día y otro, siempre pendientes del horizonte. Por el camino se fueron cruzando con cojos y ciegos, vagabundos y leprosos, pastores y soldados, y José tenía para todos una palabra amable y consoladora. María callaba y meditaba en su interior. Este pueblo, tan amado de Dios, estaba sufriendo un sin fin de calamidades y esclavitudes. Los pobres se multiplicaban, los leprosos eran marginados, las mujeres utilizadas como esclavas en sus propias casas, los inmigrantes explotados y despreciados por todos. ¿Hasta cuándo, Yavé? ¿Por qué nos olvidas? María iba pensando y rezando sin saber muy bien qué era pensamiento y qué era oración. El monótono caminar del burro la sumía en un leve sopor que no acababa de convertirse en sueño.

  Cuando llegaba la noche, al descampado, José preparaba un lecho de retamas y arbustos y lo cubría con una vieja tela para evitar el relente de la noche. Y allí, sentado bajo la inmensidad del cielo, azotado por las arenas, pensaba lo difícil que es ser hombre y los sufrimientos inmensos que se han de pasar para atravesar la vida. Una fuerza misteriosa le convocaba cada mañana a seguir el camino y a ser hombre a pesar de la dureza y el sinsentido que le azotaba el alma. Esta humanidad está demasiado desvalida, olvidada de la mano de Dios, inmensamente lejos del paraíso y de la tierra prometida.

   Amparito se acostumbró enseguida a su trabajo cotidiano y la compañía de Delia era para ella un verdadero regalo de Diosito. Vivían muy pobremente pero gracias a eso podían ahorrar unos cuantos euros para enviarle a su familia a primeros de mes. Nada era tan hermoso como ese momento en el que enviaba todo su dinero ahorrado a su querido Ecuador. Imaginaba la cara de alegría de sus padres al recibirlo y no podía dominar una lágrima de emoción y de gozo. Lo peor de todo no era el trabajo sino la terrible lejanía de sus padres y de sus hermanos que se convertía en una tortura sentimental permanente. Había noches que apenas podía dormir recordando a los suyos e imaginando que los abrazaba. El sueño la sorprendía siempre con los ojos inundados de lágrimas. A pesar de todo estaba contenta, tenía trabajo e iba saliendo adelante y ahorrando todos los meses más de la mitad de su sueldo.

   Por fin el pueblo de Belén se abría paso ante sus ojos. Desde lo alto de una duna podían verse las casitas blancas de tierra y cal con sus azoteas abiertas al cielo. Apenas eran ocho o diez casitas diseminadas. José sintió una emoción intensa en su pecho. Aquel era el pueblo de sus padres y de sus abuelos. Allí vivieron y murieron. Allí llegó él a la vida y anduvo sus primeros pasos. Sus ojos se llenaron de agua. Respiró profundo y grito a Miriam: ¡Ya hemos llegado¡  Recorrieron los caminos entre las casas y pasaron por la posada. Estaba todo lleno. No había ni un solo hueco. Un estremecimiento de emoción recorrió su interior cuando pasó por la casita que había sido de sus padres. Se mantenía de pie y había sido ampliada por la parte de atrás. Quiso llamar y entrar para recordar el zaguán y la escalera que subía a la terraza pero Miriam respiraba con dificultad y había que encontrar cuanto antes un lugar para descansar. No podía perder  más tiempo. De repente se acordó del establo que había en las afueras donde jugaba de niño con sus amigos. No era el hotel de Cleopatra pero al menos podían resguardarse del intenso frío de la noche. Se dirigió hacia allá sin dudarlo. La noche se estaba haciendo inmensamente bella, cuajada de estrellas y transparente hasta el horizonte. Eso significaba hielo nocturno y mucho frío.

  Definitivamente se había impuesto la dictadura de la noche. El silencio era sobrecogedor en aquel establo pero, al menos, la vieja techumbre impedía que la escarcha cayera sobre ellos. Pudo oír que Miriam respiraba con alguna dificultad. Prestó atención pero sólo pudo oír la respiración cansina del viejo burro, sin duda agotado por el largo camino. Era ya noche avanzada cuando un gemido de Miriam le despertó de la placidez del sueño. Había dormido profundamente. El camino había sido agotador. Un gemido seguido de otro y de muchos más, cada vez más fuertes. Se levantó de inmediato y sopló en los tizones casi apagados de la hoguera que había encendido antes de acostarse para sobrellevar el frío de la noche. Una pequeña llamita se levantó inquieta entre las cenizas y el establo se iluminó levemente. María estaba sentada, respiraba con dificultad y gemía con dolores intensos. Su frente, limpia y despejada, dejaba ver unas gotas de sudor que brillaban a la luz de la llama. José se inquietó. Sin duda eran los síntomas del parto. Él nunca había asistido a nada parecido. Aquel hombre recio y trabajado temblaba de emoción y de miedo por lo imprevisto de la situación. Pensó que lo mejor sería salir corriendo hacía Belén y pedir ayuda a las mujeres. Pero eso significaba dejar sola a Miriam y lo descartó de inmediato.  Miriam tomó la iniciativa y le pidió a José que calentara un poco de agua por si acaso y buscara en el fardo unas telas blancas que Miriam llevaba, limpias y planchadas, para el  momento del parto. José iba y venía a toda prisa sin perder de vista a su joven esposa con el alma metida en un puño. José salió del establo con la esperanza de que alguien estuviera cerca o alguna luz indicara algún lugar habitado. La noche era bellísima, abarrotada de estrellas y en lo alto había una que brillaba con una fuerza especial. Una estrella que José no había visto nunca en Nazaret. Tal vez, pensó, las estrellas son distintas en cada pueblo. Soplaba una brisa fría y seca. Las temperaturas bajan mucho por la noche en las tierras casi desérticas de Belén. Pensó en los pastores que duermen al raso cuidando su rebaño. ¡Qué duro era ser pastor!

  Las dificultades parecían cernirse ahora todas juntas sobre Amparito. Había perdido el trabajo porque su señora había fallecido y con sus trabajos de costura apenas ganaba para mantenerse ella misma. No podía seguir así mucho tiempo. Necesitaba buscar un empleo con urgencia pero no era fácil. Delia había preguntado en todos los comercios pero nadie ofrecía nada. Aquella mañana Amparito había salido con la intención de buscar trabajo. Estuvo vagando por las calles, por las tiendas, por la parroquia, preguntando a todos. Finalmente se sentó en el parque a descansar de tantos pasos como había dado a lo largo de la mañana. Fue entonces cuando se acercó aquel señor mayor, bien vestido, para preguntarle si necesitaba algo. Ella, sin desconfiar ni lo más mínimo, le contó la situación de penuria que estaba viviendo y la necesidad que tenía de buscar algún trabajo ara enviar algo de dinero a su familia en Ecuador.  Aquel señor entendió la situación y le ofreció un trabajo que ella rehusó de momento con toda decisión.

-No, yo jamás haría eso por dinero.

 Aquel señor le entregó un papel con el número de su teléfono móvil y le dijo que si cambiaba de opinión le llamara sin dudarlo.

-No, señor. No le llamaré nunca. Mis padres me enseñaron a ser una mujer honrada.

 Aquella noche Amparito le contó a Delia lo que le había sucedido con aquel señor. Y Delia le contó que muchas mujeres latinoamericanas, obligadas por la dificultad económica, se prostituían para sacar adelante a su familia. Era horrible pero era mucho más dramático no tener lo suficiente para sacar adelante a sus hijos.

 Amparito se durmió pensando que ella no caería nunca en una cosa así. Y lo juró una y otra vez mientras hacía la señal de la cruz.

 Los días iban pasando y no aparecía trabajo alguno. Trabajaba en la costura todo el día pero apenas le daba para los gastos de la comida y del piso. Cada día que pasaba se sentía más desesperada y fracasada. Sólo pensar en su hermano enfermo le producía un dolor tan grande que era superior a sus fuerzas.

  El silencio sobrecogedor de la noche se vio de repente interrumpido por el llanto de un bebé. A José le temblaban las piernas y no sabía qué hacer ni hacia donde mirar. El jadeo de Miriam había terminado y estrechaba contra sus senos blanquísimos aquel frágil bebé que no cesaba de llorar. José le acercó enseguida los paños blancos tejidos de hilo por Miriam. Sus manos temblaban y sus ojos se estaban humedeciendo por la emoción. No recordaba la última vez que había llorado. Miriam sin embargo miraba a su hijo y sonreía plácidamente mientras le secaba la cabeza y le apretaba contra su pecho. José corrió enseguida a echar algunas ramas secas en la lumbre para que hubiera luz y calor. Aquella imagen que vio en aquel instante ya no se le borraría nunca  más de la memoria. María abrazada a su hijo, con su mirada encendida y su sonrisa apenas esbozada, recostada sobre la pared de tierra del establo, moviendo rítmicamente a su bebé para que dejara de llorar. Cuando el llanto fue cediendo, a medida que el bebé sentía el calor de los pechos de su madre, una inmensa paz lo invadió todo. José, entonces, llenó de paja el pesebre del establo. María necesitaba dormir un rato y el bebé encontraría en el pesebre la mejor cuna.

José estuvo contemplando al bebé recostado en el pesebre mientras Miriam descansaba desmayada de sueño. Se preguntaba si llegaría a quererle sabiendo que no era suyo. En sus adentros notó que se abría paso una ternura poco varonil que no acababa de explicarse. Aquel bebé, tan desprotegido y débil, suscitaba un hondo sentimiento de compasión en sus recias entrañas de carpintero. Y sintió ganas de cogerlo en sus brazos y estrecharlo para protegerlo del frío. Pero estaba dormido y no deseaba despertarlo. Se hizo larga, muy larga, aquella noche. La madrugada se resistía a llegar a Belén como si estuviera avergonzada de ver tanta luz en aquel establo. Al fin, por las rendijas de la techumbre, entre viejas tejas rotas y retamas, la luz empezó a filtrarse curiosa por ver lo que allí dentro había sucedido. Y con la luz comenzaron a oírse los balidos de los rebaños que ya estaban de camino en busca de pastos. José salió fuera del establo y pudo ver a los pastores que se acercaban curiosos por el humo que salía del establo abandonado. Cuando vieron a aquella mujer, casi una niña, con su bebé recién nacido entre los brazos, todos se acercaron curiosos y emocionados a ver el espectáculo. No era muy común que una muchacha diera a luz en aquellas llanuras abandonadas. Los pastores hablaban a voces y reían de contento mientras rebuscaban en sus zurrones alguna cosa que pudiera serle útil al niño y  a su madre. Sobre unas retamas secas que había cerca del fuego fueron dejando pequeños trozos de pan duro, un poco de queso y algunas almendras. Miraban al niño y sonreían enseñando sus pocos dientes sanos y ennegrecidos. Miriam lo miraba todo con gran curiosidad y José se sentía orgulloso de ser el padre de aquel pequeño al que todos admiraban y halagaban.

 -Oiga, Señor. Soy la joven latina que habló el otro día en el parque con usted. Me dio su número de teléfono ¿Recuerda? Mi nombre es Amparito y necesito trabajar urgentemente.

……

-De acuerdo estaré allí a la hora que usted me ha dicho.

Y allí estaba a la hora convenida a disposición de aquel señor. La seguridad que tenía días antes se había disuelto acosada por la falta de trabajo y de expectativas de futuro. Sólo será un tiempito, se decía. Lo necesario para enviar algo a casa y hasta que encuentre un trabajo honrado.

 Cuando volvió a casa a altas horas de la madrugada sentía terribles náuseas y un nudo de dolor en el estómago como si tuviera dentro un montón de vidrios rotos. Le invadía unas ganas intensas de llorar, pero no le brotó ni una sola lágrima. En su casa se arrodilló para rezar y pidió perdón a Dios una y otra vez sin cansarse.

-Perdóname Diosito. Tú sabes que ha sido por amor a mi familia. Yo no lo deseo de manera alguna. Los míos me necesitan. Puedes entenderme. Tú también tuviste que pasar por el sufrimiento inhumano de la cruz. Sabes que esto es para mí un auténtico calvario. ¿Qué no haría una hermana mayor, si fuera necesario, por su hermanito pequeño enfermo? Perdóname, Dios mío.

Delia oyó que Amparito lloraba y encendió la luz del cuarto. Se acercó hasta ella y la abrazó. No me cuentes nada, le dijo. Ya lo sé. Hace días que lo sospecho y no te condeno. Mira, yo también pasé por eso en los primeros días que llegué a España. La vida es dura para nosotras en Ecuador y no lo es menos aquí en España. Al menos aquí podemos garantizar que nuestra familia podrá comer. Se abrazaron estrechamente y así se durmieron. Desde fuera llegaban gritos de jóvenes latioamericanos que se divertían en torno a un botellón de cerveza y vino.

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