Bitácora de Etiopía (III) / Allí también, lo pequeño es más hermoso
Adis Abeba, 7 de Enero de 2009 , día de la Navidad ortodoxa
Tras estancia de once días en Adis Abeba, el 4 de Enero tomábamos rumbo al Sur en furgoneta. Alma y ojos reclamaban ya su indispensable cuota de verde, los pulmones de aire puro y limpio. Durante tres días recorrimos más de 700 kms. por la Etiopía profunda, muchos de esos kilómetros a través de pistas de tierras. Fuimos a la ciudad de Awasa y de allí por pista a Hosanna para volver a la capital del país. Visitamos en las afueras de estas dos ciudades diferentes proyectos de cooperación sobre los que habrá ocasión de extenderse.
A lo largo de todo el recorrido pudimos ver a la vera del camino miles de chabolas de barro y ramas. Observamos una pobreza digna. Me refiero a la dignidad que concede vivir en un entorno de belleza y armonía, dignidad de contar con espacios amplios alrededor de la chabolas para contemplar, para admirar, para sacarle a la tierra sustento. Nada que ver con las chiringuitos minúsculos e insalubres con paredes de bidones y techo de uralita, apiñadas unas junto a otras de la insaciable Adis Abeba. La dignidad puede ser simplemente despertarse en silencio, sentirse dueño de cada mañana, ganarse la vida apacentando unas cabras o cultivando la tierra… Poco que ver con el “sálvese quien pueda” de la gran urbe… Cada chabola está asociada a su gran montaña amarilla en la que han apilado la cosecha de tez. Con ese cereal cocinan la “engera”, el plato básico nacional, una base de amplia pizza agria sobre la que colocan bien legumbre y verduras, bien carne.
No deseo idealizar una vida de seguro dura en el campo, con unos precios de cereal, que me consta, los intermediarios tiran por los suelos. Lo que deseo es clamar contra la fatalidad de la gran urbe. Las grandes ciudades no son para el ser humano que urge del contacto con la Tierra para su equilibrio físico y espiritual, pero ciudades de cinco millones de habitantes de caos, ruido y contaminación abrumantes como Adis Abeba son ya punto y aparte.
No deseo idealizar la vida familiar en las chabolas tradicionales. ¡Hasta qué extremos no habrán aguantado muchos/as antes de hacer un atillo con sus pocos enseres rumbo al asfalto! Pero sí deseo defender esa vida irremplazable en contacto con la Madre Tierra.
Es cierto que las escuelas están lejanas de sus chozas, que los niños han de afrontar cada mañana largos caminos hasta la pizarra, pero también es cierto que el propio camino es escuela irremplazable. Tan importante como lo que el/la maestro/a les colocará en esa pizarra, será lo que la naturaleza salvaje les coloque cada mañana ante sus ojos maravillados. El itinerario será el mismo, pero el aprendizaje con los pies en movimiento seguro que no.
El abastecimiento de agua tampoco es un tema menor. A veces son también muchos los kilómetros hasta este bien vital. Sin embargo quizás haya igualmente un aspecto positivo en las grandes reuniones de mujeres con sus bidones amarillos. El agua concita la vida, la comunicación, el intercambio. En un universo sin “Facebok” , la fuente es encuentro, es plaza. No quiero tampoco aquí idealizar la falta en el hogar de un bien básico, pero asegurado el suministro, el agua puede también cantar al final de un bello paseo matutino. Lo que ya no es justo es que quien agarre el gran bidón sea siempre ella. En las decenas de reuniones y colas que vimos ante el preciado líquido jamás distinguimos un solo hombre.
Uno de los objetivos del itinerario era visitar el hospital católico que dirige la admirable hermana franciscana, Isabel Arbide, de Oiartzun (Gipuzkoa) en Bushulo, junto al lago de Awasa. De nuevo la comparativa se tornaba inevitable. El hospital, que cuenta con importante apoyo de Cáritas de Gipuzkoa y Bizkaia, presta un enorme servicio en la zona. Dispone de más de cien camas y varios equipos para asistencia en las aldeas y poblados. En el 2008 recientemente concluido asistieron un total de 1.278 partos. El hospital es a ras de tierra, sin pisos. Las diferentes secciones de dividen en módulos o barracones rodeados de árboles y vegetación. El enfermo en el hospital de Bushulo al otro lado de su ventana tiene la selva frondosa. Cuando coja fuerza y dé sus primeros pasos la podrá pasear e impregnarse de su vigor y maravilla. Evidentemente las estancias son humildes, pero de limpieza exquisita y con el equipamiento imprescindible. Al otro lado de la comparativa, el macro hospital universitario en el corazón de Adis Abeba, que también habíamos visitado. Quisiera ahorrarme a mí mismo y al propio lector la descripción de un lugar que tan poco invita a recuperarse en salud. Una vez más lo grande y desmesurado, se manifiesta poco hermoso, poco práctico. A ello será preciso añadir hacinamiento y falta de medios. Dar a luz en la séptima planta de ese edificio gris, o hacerlo en una sala de partos que acoge una frondosidad exuberante, no tiene punto de comparación alguna. Lo pequeño, sencillo y natural se nos revela una vez más, no sólo más hermoso, sino también más eficaz y práctico.
A la vera del lago de Awasa atardecía en maravilla. Compartíamos espectáculo con monos y pelicanos. Cierto que la más maravillosa puesta de sol como las que hemos disfrutado junto ese ancho lago, o en el segundo día de la excursión, en medio de las también amplias planicies etíopes, no alimentan el estómago, pero recuerdan al ser humano su complicidad con toda la Vida. Esos atardeceres son necesarios para poder sentirnos servidores de un universo mágico y grandioso, para concebirnos partícipes de la Obra del Creador, para devolvernos esa dignidad fin y al cabo tan imprescindible como la propia “engera de cada día”.
Tras estancia de once días en Adis Abeba, el 4 de Enero tomábamos rumbo al Sur en furgoneta. Alma y ojos reclamaban ya su indispensable cuota de verde, los pulmones de aire puro y limpio. Durante tres días recorrimos más de 700 kms. por la Etiopía profunda, muchos de esos kilómetros a través de pistas de tierras. Fuimos a la ciudad de Awasa y de allí por pista a Hosanna para volver a la capital del país. Visitamos en las afueras de estas dos ciudades diferentes proyectos de cooperación sobre los que habrá ocasión de extenderse.
A lo largo de todo el recorrido pudimos ver a la vera del camino miles de chabolas de barro y ramas. Observamos una pobreza digna. Me refiero a la dignidad que concede vivir en un entorno de belleza y armonía, dignidad de contar con espacios amplios alrededor de la chabolas para contemplar, para admirar, para sacarle a la tierra sustento. Nada que ver con las chiringuitos minúsculos e insalubres con paredes de bidones y techo de uralita, apiñadas unas junto a otras de la insaciable Adis Abeba. La dignidad puede ser simplemente despertarse en silencio, sentirse dueño de cada mañana, ganarse la vida apacentando unas cabras o cultivando la tierra… Poco que ver con el “sálvese quien pueda” de la gran urbe… Cada chabola está asociada a su gran montaña amarilla en la que han apilado la cosecha de tez. Con ese cereal cocinan la “engera”, el plato básico nacional, una base de amplia pizza agria sobre la que colocan bien legumbre y verduras, bien carne.
No deseo idealizar una vida de seguro dura en el campo, con unos precios de cereal, que me consta, los intermediarios tiran por los suelos. Lo que deseo es clamar contra la fatalidad de la gran urbe. Las grandes ciudades no son para el ser humano que urge del contacto con la Tierra para su equilibrio físico y espiritual, pero ciudades de cinco millones de habitantes de caos, ruido y contaminación abrumantes como Adis Abeba son ya punto y aparte.
No deseo idealizar la vida familiar en las chabolas tradicionales. ¡Hasta qué extremos no habrán aguantado muchos/as antes de hacer un atillo con sus pocos enseres rumbo al asfalto! Pero sí deseo defender esa vida irremplazable en contacto con la Madre Tierra.
Es cierto que las escuelas están lejanas de sus chozas, que los niños han de afrontar cada mañana largos caminos hasta la pizarra, pero también es cierto que el propio camino es escuela irremplazable. Tan importante como lo que el/la maestro/a les colocará en esa pizarra, será lo que la naturaleza salvaje les coloque cada mañana ante sus ojos maravillados. El itinerario será el mismo, pero el aprendizaje con los pies en movimiento seguro que no.
El abastecimiento de agua tampoco es un tema menor. A veces son también muchos los kilómetros hasta este bien vital. Sin embargo quizás haya igualmente un aspecto positivo en las grandes reuniones de mujeres con sus bidones amarillos. El agua concita la vida, la comunicación, el intercambio. En un universo sin “Facebok” , la fuente es encuentro, es plaza. No quiero tampoco aquí idealizar la falta en el hogar de un bien básico, pero asegurado el suministro, el agua puede también cantar al final de un bello paseo matutino. Lo que ya no es justo es que quien agarre el gran bidón sea siempre ella. En las decenas de reuniones y colas que vimos ante el preciado líquido jamás distinguimos un solo hombre.
Uno de los objetivos del itinerario era visitar el hospital católico que dirige la admirable hermana franciscana, Isabel Arbide, de Oiartzun (Gipuzkoa) en Bushulo, junto al lago de Awasa. De nuevo la comparativa se tornaba inevitable. El hospital, que cuenta con importante apoyo de Cáritas de Gipuzkoa y Bizkaia, presta un enorme servicio en la zona. Dispone de más de cien camas y varios equipos para asistencia en las aldeas y poblados. En el 2008 recientemente concluido asistieron un total de 1.278 partos. El hospital es a ras de tierra, sin pisos. Las diferentes secciones de dividen en módulos o barracones rodeados de árboles y vegetación. El enfermo en el hospital de Bushulo al otro lado de su ventana tiene la selva frondosa. Cuando coja fuerza y dé sus primeros pasos la podrá pasear e impregnarse de su vigor y maravilla. Evidentemente las estancias son humildes, pero de limpieza exquisita y con el equipamiento imprescindible. Al otro lado de la comparativa, el macro hospital universitario en el corazón de Adis Abeba, que también habíamos visitado. Quisiera ahorrarme a mí mismo y al propio lector la descripción de un lugar que tan poco invita a recuperarse en salud. Una vez más lo grande y desmesurado, se manifiesta poco hermoso, poco práctico. A ello será preciso añadir hacinamiento y falta de medios. Dar a luz en la séptima planta de ese edificio gris, o hacerlo en una sala de partos que acoge una frondosidad exuberante, no tiene punto de comparación alguna. Lo pequeño, sencillo y natural se nos revela una vez más, no sólo más hermoso, sino también más eficaz y práctico.
A la vera del lago de Awasa atardecía en maravilla. Compartíamos espectáculo con monos y pelicanos. Cierto que la más maravillosa puesta de sol como las que hemos disfrutado junto ese ancho lago, o en el segundo día de la excursión, en medio de las también amplias planicies etíopes, no alimentan el estómago, pero recuerdan al ser humano su complicidad con toda la Vida. Esos atardeceres son necesarios para poder sentirnos servidores de un universo mágico y grandioso, para concebirnos partícipes de la Obra del Creador, para devolvernos esa dignidad fin y al cabo tan imprescindible como la propia “engera de cada día”.