El Papa vuelve a pedir la paz en Tierra Santa: "La guerra es siempre una pérdida" Francisco: "También los ambientes secularizados son de ayuda para la conversión"
"La guerra es siempre una pérdida, no nos olvidemos, es un fracaso siempre, la guerra es así", leyó, conmovido, el Papa Francisco al término de la audiencia general
"Evangelizando se es evangelizado, somos transformados por la Palabra". Esa fue la conclusión vertida por el papa Francisco tras la catequesis de la audiencia general de este miércoles 8 de noviembre, en donde glosó la figura de la sierva de Dios, Madeleine Delbrêl, asistente social, escritora y mística, que vivió durante más de treinta años en la periferia pobre y obrera de París de mediados del siglo pasado. "Ella nos enseña otra cosa: que evangelizando se es evangelizado, somos transformados por la Palabra que anunciamos", afirmó Francisco desde la plaza de San Pedro.
Glosando la vida de fe de Delbrêl, que optó por consagrarla desde su conversión "compartiendo en fraternidad la vida de la 'gente de la calle'", el Papa recordó que se había dejado "interpelar por el grito de los pobres y de los no creyentes" e invitó a imitarla para, acogiendo la llamada de Dios, "habitar nuestro tiempo, compartir la vida de los otros, mezclarnos en las alegrías y los dolores del mundo"
Glosando la vida de fe de Delbrêl, que optó por consagrarla desde su conversión "compartiendo en fraternidad la vida de la 'gente de la calle'", el Papa recordó que se había dejado "interpelar por el grito de los pobres y de los no creyentes" e invitó a imitarla para, acogiendo la llamada de Dios, "habitar nuestro tiempo, compartir la vida de los otros, mezclarnos en las alegrías y los dolores del mundo"
"Pensemos y recemos, por los pueblos que sufren la guerra, no nos olvidemos de la martirizada Ucrania y pensemos en el pueblo palestino y en israelí, que el Señor nos lleve a una paz justa. Se sufre mucho, sufren los niños, sufren los enfermos, los ancianos y mueren tantos jóvenes. La guerra es siempre una pérdida, no nos olvidemos, es un fracaso siempre, la guerra es así", leyó, conmovido, el Papa Francisco al término de la audiencia general.
"Evangelizando se es evangelizado, somos transformados por la Palabra". Esa fue la conclusión vertida previamente por el papa Francisco tras la catequesis de la audiencia general de este miércoles 8 de noviembre, en donde glosó la figura de la sierva de Dios, Madeleine Delbrêl, asistente social, escritora y mística, que vivió durante más de treinta años en la periferia pobre y obrera de París de mediados del siglo pasado. "Ella nos enseña otra cosa: que evangelizando se es evangelizado, somos transformados por la Palabra que anunciamos", afirmó Francisco desde la plaza de San Pedro.
Glosando la vida de fe de Delbrêl, que optó por consagrarla desde su conversión "compartiendo en fraternidad la vida de la 'gente de la calle'", el Papa recordó que se había dejado "interpelar por el grito de los pobres y de los no creyentes" e invitó a imitarla para, acogiendo la llamada de Dios, "habitar nuestro tiempo, compartir la vida de los otros, mezclarnos en las alegrías y los dolores del mundo".
"En particular -incidió Francisco al rememorar a través de sus escritos el testimonio de la sierva De Dios-, nos enseña que también los ambientes secularizados son de ayuda para la conversión, porque los contactos con los no creyentes provocan al creyente a una continua revisión de su forma de creer y a redescubrir la fe en su esencialidad".
Al concluir la audiencia, y tras impartir la bendición apostólica, el papa saludó al arzobispo de Valencia, Enrique Benavent, y a quien era su obispo auxiliar y ahora obispo electo de Santander, Arturo Ros.
Catequesis de la Audiencia General
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Entre los muchos testigos de la pasión por el anuncio del Evangelio, hoy presento la figura de una mujer francesa del siglo XX, la venerable sierva de Dios Madeleine Delbrêl. Nacida en 1904 y fallecida en 1964, fue asistente social, escritora y mística, y vivió durante más de treinta años en la periferia pobre y obrera de París. Deslumbrada por el encuentro con el Señor, escribió: «Una vez que hemos conocido la palabra de Dios, no tenemos derecho de no recibirla; una vez recibida no tenemos derecho de no dejar que se encarne en nosotros, una vez encarnada en nosotros no tenemos derecho de tenerla para nosotros: desde ese momento pertenecemos a aquellos que la esperan» (La santidad de la gente común, Milán 2020, 71).
Después de una adolescencia vivida en el agnosticismo, alrededor de los veinte años Madeleine encuentra al Señor, tocada por el testimonio de algunos amigos creyentes. Se pone entonces en la búsqueda de Dios, dando voz a una sed profunda que sentía dentro de sí, y llega a comprender que ese «vacío que gritaba en ella su angustia» era Dios que la buscaba (Deslumbrada por Dios. Correspondencia 1910-1941, Milán 2007, 96). La alegría de la fe la lleva a madurar una elección de vida enteramente donada a Dios, en el corazón de la Iglesia y en el corazón del mundo, simplemente compartiendo en fraternidad la vida de la “gente de la calle”. Dirigiéndose poéticamente a Jesús, escribe: «Para estar contigo en tu camino, es necesario ir, también cuando nuestra pereza nos suplica que nos quedemos. Tú nos has elegido para estar en un extraño equilibrio, un equilibrio que puede establecerse y mantenerse solo en movimiento, solo en un impulso. Un poco como una bicicleta, que no se sujeta sin dar vueltas [...] Podemos estar rectos solo avanzando, moviéndonos, en un impulso de caridad». Es lo que ella llama la “espiritualidad de la bicicleta” (Sentido del humor en el amor. Meditaciones y poesías, Milán 2011, 56).
Con el corazón constantemente en salida, Madeleine se deja interpelar por el grito de los pobres y de los no creyentes, interpelándolo como un desafío para despertar el anhelo misionero en la Iglesia. Sentía que la fe no puede ser reducida a un dato hereditario, a algo descontado; de otra manera ya no se capta la belleza y la novedad, y no se logra sintonizarse con la vivencia de los no creyentes. Sentía que el Dios Viviente del Evangelio debería quemarnos dentro hasta que no hayamos llevado su nombre a los que todavía no lo han encontrado. En este espíritu, dirigida hacia los temblores del mundo y el grito de los pobres, Madeleine se siente llamada a «vivir el amor de Jesús entera y literalmente, desde el aceite del Buen samaritano hasta el vinagre del Calvario, donándole así amor por amor [...] para que, amándolo sin reservas y dejándose amar hasta el final, los dos grandes mandamientos de la caridad se encarnen en nosotros y se conviertan en uno solo» (La vocation de la charité, 1, Œuvres complètes XIII, Bruyères-le- Châtel, 138-139).
Finalmente, Madeleine Delbrêl nos enseña otra cosa: que evangelizando se es evangelizado, somos transformados por la Palabra que anunciamos. Por eso decía, haciéndose eco de san Pablo: “ay de mí si evangelizar no me evangeliza”. Todo esto ella lo vivió en la propia experiencia de vida, viviendo durante muchos años en un barrio obrero y de ideología marxista. Allí se convenció de que los ambientes ateos y secularizados son lugares en los que, precisamente allí donde debe luchar, el cristiano puede fortalecer la fe que Jesucristo le ha donado.
Mirando a esta testigo del Evangelio, también nosotros aprendemos que en toda situación y circunstancia personal o social de nuestra vida, el Señor está presente y nos llama a habitar nuestro tiempo, compartir la vida de los otros, mezclarnos en las alegrías y los dolores del mundo. En particular, nos enseña que también los ambientes secularizados son de ayuda para la conversión, porque los contactos con los no creyentes provocan al creyente a una continua revisión de su forma de creer y a redescubrir la fe en su esencialidad (cfr Nosotros de las calles, Milán 1988, 268s).