Receta de Francisco con los arrepentidos: “Celebrar fiesta, no hacer sentir incómodo” El Papa cita a Balzac: “Cuando me convertí en padre, entendí a Dios”
"Nosotros somos ese hijo, y conmueve pensar en cuánto nos ama y espera siempre el Padre"
"El hijo mayor basa todo en el puro cumplimiento de los mandamientos, en el sentido del deber"
"Puede ser también nuestro problema con Dios: perder de vista que es Padre y vivir una religión distante, hecha de prohibiciones y deberes"
"Quien tiene un corazón sintonizado con Dios, cuando ve el arrepentimiento de una persona, por graves que hayan sido sus errores, se alegra"
"Puede ser también nuestro problema con Dios: perder de vista que es Padre y vivir una religión distante, hecha de prohibiciones y deberes"
"Quien tiene un corazón sintonizado con Dios, cuando ve el arrepentimiento de una persona, por graves que hayan sido sus errores, se alegra"
El Papa Francisco centra su catequesis sobre el relato evangélico de la parábola del Hijo pródigo. E invita a pensar que somos esos hijos pródigos y, por eso “conmueve pensar en cuánto nos ama y espera siempre el Padre”. Pero también podemos ser los hijos mayores, que basan todo “en el puro cumplimiento de los mandamientos, en el sentido del deber” y viven “una religión distante, hecha de prohibiciones y deberes”. Ante eso, Francisco nos invita a “celebrar fiesta, no hacer sentir incómodo” al arrepentido y alegrarnos por su arrepentimiento. Sólo así, dice el Papa citando a Balzac, podremos conocer el corazón del Padre: ““Cuando me convertí en padre, entendí a Dios”.
Desde las 11.30 horas hasta cerca del Ángelus del Papa, se emitieron en las maxipantallas de la columnata de Bernini imágenes del momento de oración por la pandemia que Francisco celebró el 27 de marzo de 2020. Tras el Ángelus, se entregarron ejemplares del libro "¿Por qué tienen miedo? ? ¿Aún no tienen fe?"
Las palabras del Papa en la oración del Ángelus
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El Evangelio de la Liturgia de este domingo narra la parábola llamada del hijo pródigo (cfr Lc 15,11-32). Esta nos lleva al corazón de Dios, que siempre perdona con compasión y ternura. Nos dice que Dios es Padre, que no solo acoge de nuevo, sino que se alegra y hace fiesta por su hijo, que ha vuelto a casa después de haber derrochado todos sus bienes. Nosotros somos ese hijo, y conmueve pensar en cuánto nos ama y espera siempre el Padre.
Pero en la parábola está también el hijo mayor, que entra en crisis frente a este Padre. Y que puede ponernos en crisis también a nosotros. De hecho, dentro de nosotros está también este hijo y, al menos en parte, tenemos la tentación de darle la razón: siempre había hecho su deber, no se había ido de casa, por eso se indigna al ver al Padre abrazar de nuevo al hermano que se ha portado mal. Protesta y dice: «Hace tantos años que te sirvo, y jamás dejé de cumplir una orden tuya», sin embargo, por «ese hijo tuyo» ¡incluso celebras una fiesta! (vv. 29-30).
De estas palabras emerge el problema del hijo mayor. En la relación con el Padre él basa todo en el puro cumplimiento de los mandamientos, en el sentido del deber. Puede ser también nuestro problema con Dios: perder de vista que es Padre y vivir una religión distante, hecha de prohibiciones y deberes. Y la consecuencia de esta distancia es la rigidez hacia el prójimo, que ya no se ve como hermano. De hecho, en la parábola el hijo mayor no dice al Padre mi hermano, sino tu hijo. Y al final precisamente él corre el riesgo de quedar fuera de casa. De hecho – dice el texto - «no quería entrar» (v. 28).
Viendo esto, el Padre sale a suplicarlo: «Hijo, tú siempre estás conmigo, y todo lo mío es tuyo» (v. 31). Trata de hacerle entender que para él cada hijo es toda su vida. Lo saben bien los padres, que se acercan mucho al sentir de Dios. Es bonito lo que dice un padre en una novela: «Cuando me convertí en padre, entendí a Dios» (H. DE BALZAC, El padre Goriot, Milán 2004, 112). En este momento de la parábola, el Padre abre el corazón al hijo mayor y le expresa dos necesidades, que no son mandamientos, sino necesidad del corazón: «Convenía celebrar una fiesta y alegrarse, porque este hermano tuyo estaba muerto, y ha vuelto a la vida» (v. 32). Veamos si también nosotros tenemos en el corazón dos necesidades del Padre: celebrar una fiesta y alegrarse.
En primer lugar, celebrar una fiesta, es decir manifestar nuestra cercanía a quien se arrepiente o está en camino, a quien está en crisis o alejado. ¿Por qué hay que hacer así? Porque esto ayudará a superar el miedo y el desánimo, que pueden venir al recordar los propios errores. Quien se ha equivocado, a menudo se siente reprendido por su propio corazón; distancia, indiferencia y palabras hirientes no ayudan. Por eso, según el Padre, es necesario ofrecerles una acogida cálida, que aliente para ir adelante. Y nosotros, ¿hacemos esto? ¿Buscamos a quien está lejos, deseamos celebrar fiesta con él? ¡Cuánto bien puede hacer un corazón abierto, una escucha verdadera, una sonrisa transparente; celebrar fiesta, no hacer sentir incómodo!
Y después, según el Padre, es necesario alegrarse. Quien tiene un corazón sintonizado con Dios, cuando ve el arrepentimiento de una persona, por graves que hayan sido sus errores, se alegra. No se queda quieto sobre los errores, no señala con el dedo el mal, sino que se alegra por el bien, ¡porque el bien del otro es también el mío! Y nosotros, ¿sabemos ver a los otros así? ¿Sabemos alegrarnos por los otros? La Virgen María nos enseñe a acoger la misericordia de Dios, para que se vuelva la luz en la que mirar a nuestro prójimo.
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