"Aprendamos a decir cada día: 'Señor, dame tu paz, dame el Espíritu Santo'" Papa Francisco: "No se puede dar paz si no se está en paz"
"Ningún pecado, ningún fracaso, ningún rencor debe desanimarnos a la hora de pedir con insistencia el don del Espíritu Santo"
"Esta mansedumbre no es fácil: ¡Qué difícil es, a todos los niveles, desactivar los conflictos!"
"Nos quiere mansos, abiertos, disponibles para escuchar, capaces de aplacar las disputas y tejer concordia"
"Nos quiere mansos, abiertos, disponibles para escuchar, capaces de aplacar las disputas y tejer concordia"
Desde la cátedra de la ventana, el Papa Francisco dedica su catequesis antes del Regina Coeli a las palabras de Jesús: “Les dejo la paz”. Y Bergoglio explica que “la mansedumbre no es fácil” y cuesta “desactivar los conflictos”. Pero Dios “nos quiere mansos, abiertos, disponibles para escuchar, capaces de aplacar las disputas y tejer concordia”. Y, como “no se puede dfar paz, sino se está en paz”, el Papa nos invita a pedir cada día, con insistencia: “Señor, dame tu paz, dame el Espíritu Santo”.
Las palabras del Papa en la oración del Regina Caeli
Queridos hermanos y hermanas, ¡buen domingo!
En el Evangelio de la Liturgia de hoy, Jesús, despidiéndose de sus discípulos durante la última cena, dice, casi como en una especie de testamento: «Les dejo la paz». Y enseguida añade: «Les doy mi paz» (Jn 14,27). Detengámonos en estas breves frases.
En primer lugar, les dejo la paz. Jesús se despide con palabras que expresan afecto y serenidad, pero lo hace en un momento que no es precisamente sereno: Judas ha salido para traicionarlo, Pedro está a punto de negarlo y casi todos los demás lo abandonarán. El Señor lo sabe, y con todo no reprocha, no usa palabras severas, no pronuncia discursos duros. En vez de mostrar agitación, permanece afable hasta el final.
Un proverbio dice que se muere como se ha vivido. Las últimas horas de Jesús son, en efecto, como la esencia de toda su vida. Experimenta miedo y dolor, pero no deja espacio al resentimiento y a la protesta. No se deja llevar por la amargura, no se desahoga, no es incapaz de soportar. Está en paz, una paz que proviene de su corazón manso, habitado por la confianza. De ahí surge la paz que Jesús nos deja. Porque no se puede dejar la paz a los demás si uno no la tiene en sí mismo. No se puede dar paz si no se está en paz.
Les dejo la paz: Jesús demuestra que la mansedumbre es posible. Él la ha encarnado precisamente en el momento más difícil; y desea que también nos comportemos así nosotros, que somos los herederos de su paz. Nos quiere mansos, abiertos, disponibles para escuchar, capaces de aplacar las disputas y tejer concordia. Esto es dar testimonio de Jesús, y vale más que mil palabras y que muchos sermones. Preguntémonos si, en los lugares en los que vivimos, nosotros, los discípulos de Jesús, nos comportamos así: ¿Aliviamos las tensiones, apagamos los conflictos? ¿Tenemos una mala relación con alguien, estamos siempre preparados para reaccionar, para estallar, o sabemos responder con la no violencia, con palabras y gestos afables?
Cierto, esta mansedumbre no es fácil: ¡Qué difícil es, a todos los niveles, desactivar los conflictos! Aquí viene en nuestra ayuda la segunda frase de Jesús: Les doy mi paz. Él sabe que nosotros solos no somos capaces de custodiar la paz, que necesitamos una ayuda, un don. La paz, que es nuestro compromiso, es ante todo don de Dios. En efecto, Jesús dice: «Les doy mi paz, pero no como la da el mundo» (v. 27).
¿Qué es esta paz que el mundo no conoce y que el Señor nos dona? Es el Espíritu Santo, el mismo Espíritu de Jesús. Es la presencia de Dios en nosotros, es la “fuerza de paz” de Dios. Es Él quien desarma el corazón y lo llena de serenidad. Es Él quien deshace las rigideces y apaga la tentación de agredir a los demás. Es Él quien nos recuerda que junto a nosotros hay hermanos y hermanas, no obstáculos y adversarios. Es Él quien nos da la fuerza para perdonar, para recomenzar, para volver a partir. Y con Él nos transformamos en hombres y mujeres de paz.
Queridos hermanos y hermanas, ningún pecado, ningún fracaso, ningún rencor debe desanimarnos a la hora de pedir con insistencia el don del Espíritu Santo. Cuanto más sentimos que el corazón está agitado, cuanto más advertimos en nuestro interior nerviosismo, intolerancia, rabia, más debemos pedir al Señor el Espíritu de la paz. Aprendamos a decir cada día: “Señor, dame tu paz, dame el Espíritu Santo”. Bella oración. ¿La decismo juntos? Otra vez.Y pidámoslo también para quienes viven junto a nosotros, para quienes encontramos todos los días y para los responsables de las naciones. Que la Virgen nos ayude a acoger al Espíritu Santo para ser constructores de paz.
Etiquetas