Testimonios para la Jornada de la Vida Consagrada: "El contemplativo es el creyente de la siembra" Fray Antonio Manuel Pérez: "Quam dilecta…" (Sal 83, Vulg.)

Vida contemplativa
Vida contemplativa

"En el marco de las celebraciones de este año jubilar, se me invita como miembro de la vida monástica a compartir mi experiencia en torno a la vida contemplativa"

"Esta es la vida contemplativa. El cultivo ardiente del deseo de Dios, de solo Dios. El no cesar hasta poner a Dios en el centro de la vida, encontrándolo constantemente en lo profundo del corazón"

"El contemplativo sabe dónde va y por dónde va. Pero mientras se dirige sin descanso hacia la meta, va sembrando"

"El contemplativo ha escogido la gracia de preferir lo único necesario, la perla preciosa. El tesoro escondido se le ha descubierto y él lo ha vendido todo para poseerlo. Solo tenemos que pararnos, hacer silencio y dejar hablar su Palabra"

En el marco de las celebraciones de este año jubilar, se me invita como miembro de la vida monástica a compartir mi experiencia en torno a la vida contemplativa. Debo confesar, nada más empezar este testimonio, que el término «contemplativo» o la expresión «vida contemplativa» me dan mucho reparo, sobre todo cuando con ellos queremos referirnos a la vida de los solitarios o los religiosos que vivimos al resguardo de un monasterio, en una continua alternancia de oración y trabajo, en el seno de una comunidad.

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Y es que la contemplación no es propiedad exclusiva de los monjes y de las monjas; ni, mucho menos, por el hecho de vivir en un monasterio es ya uno un contemplativo. Mi testimonio, pues, quiere ser el de un cristiano que intenta vivir la vida monástica, deseando agradar a Dios.

Fotograma " de la película Canción de cuna"
Fotograma " de la película Canción de cuna"

Hace ya treinta años, el director de cine José Luis Garci nos regalabaCanción de cuna (1994), una bellísima película que tenía un monasteriode monjas como su principal escenario; sin duda, una de las películas que han tratado con mayor sensibilidad y respeto la vida de una clausura. En una de sus escenas, la hermana Marcela —una jovencísima Amparo Larrañaga— es acusada por su maestra a la reverenda madre de poseer un trocito de espejo, objeto impropio de una monja por inducir a la vanidad. A lo que la pobre novicia aducía que solo lo utilizaba para jugar con sus reflejos. La superiora adivina, recordando su propia experiencia, que con ese ingenuo juego la novicia solo desea atenuar la añoranza de libertad que siente entre los muros del monasterio. Para zanjar el asunto le prescribe rezar tres veces antes de irse a la cama el salmo Quam dilecta. Años más tarde, habiendo llegado aquella novicia a reverenda madre, volvió a suceder un caso similar, al que se volvió a prescribir la misma penitencia.

Como todos sabemos, el salmo que le mandó rezar la reverenda madre es el salmo 83 (Vulg.), «¡Qué deseables son tus moradas…!», un canto de peregrinación hacia el santuario de Jerusalén, que describe la nostalgia y el ansia por llegar al templo, lugar de la morada de Dios en medio de su pueblo. No deja de ser un hermoso poema sobre el deseo de solo Dios del corazón de un fiel creyente. Al prescribir su rezo, la reverenda madre, cargada de experiencia y sabiduría, no quería que su hija, tentada por la nostalgia de la libertad que da el mundo, olvidara que la búsqueda de solo Dios y la comunión con él era lo más importante y valioso de su vida. Su corazón necesitaba ejercitar ese inefable deseo.

Y este es el deseo que cada día y a cada instante está llamado a fomentar todo creyente cristiano. En esta vida, donde somos peregrinos en tierra extranjera hacia la casa de Dios, caminamos siempre, sin distraernos demasiado y con una mochila ligera. Como el Nuevo Israel hacia la ciudad futura, peregrinamos llenos de ansias y alegría hacia el corazón de Dios. Es el caminar de la comunidad convocada por Dios y el caminar del corazón creyente hacia las profundidades de Dios, el caminar del Espíritu que aletea en la Iglesia y en el interior de cada uno. Y durante este caminar, con los ojos fijos en la meta, vamos sembrando la esperanza de que un mundo nuevo y mejor es posible, allá y acá (vv. 6-8).

Esta es la vida contemplativa. El cultivo ardiente del deseo de Dios, de solo Dios. El no cesar hasta poner a Dios en el centro de la vida, encontrándolo constantemente en lo profundo del corazón. Es el incansable diálogo de amor que quiere colocar a Dios en el sitio que le corresponde de nuestra existencia. Sin duda que esto es un don de Dios, pero un don que debemos merecer a fuerza de fomentar el deseo y de ir desechando lo que nos aparte de él. Es un camino de búsqueda de Dios, de su rostro. Un rostro que se nos antoja ciertamente desdibujado y escurridizo: «Oigo en mi corazón: “Buscad mi rostro”. “Tu rostro buscaré, Señor; no me escondas tu rostro”» (Sal 26,8-9).

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Y su rostro lo buscamos en Cristo: en el Cristo vivo y en los cristos nuestros hermanos. Pero esta búsqueda incesante no puede empezar en otro lugar que en su Palabra revelada, en los ratos especiales de oración y en la continua plegaria del corazón. Es allí, en el corazón, donde solo se revela Dios y vamos adquiriendo su mirada, su pensar, su sentir, su obrar. El contemplativo, dentro o fuera del monasterio, es el que ha adquirido la sabiduría de lo alto que solo elige hacer lo que sabe que agrada a Dios. Esa sabiduría que vive según el corazón de Dios y juzga el mundo. No son solo —parafraseando el salmo— los que viven en la casa de Dios (v. 5) sino los que encuentran las fuerza en Dios para el peregrinaje de esta vida, convirtiendo los áridos valles en oasis (vv. 6-7).

El contemplativo sabe dónde va y por dónde va. Pero mientras se dirige sin descanso hacia la meta, va sembrando. El contemplativo es el creyente de la siembra. Él abre el surco del tiempo de la espera con una siembra perseverante en esperanza, confiando en la gracia de Dios. Como Jesús, siembra la semilla del reino sin esperar cosechar más que sinsabores, ausencias y soledades. Jesús, el Sembrador, pide sembradores no cosechadores. Cuánto nos cuesta a los cristianos ejercitar la virtud de la confianza. Siendo la virtud fundamental del creyente es el ejercicio ascético que menos practicamos. Sabemos muy bien convocarnos, reunirnos, proyectar, activar empresas…, como si todo dependiera de nosotros, que decía santa Teresa. ¿Y confiar? «Tú eres mi confianza» (Sal 38,8). Los contemplativos nos enseñan a sembrar y a quedarnos aguardando en silencio. Y es aquí donde encuentran su dicha: «!Señor de los ejércitos, dichoso el hombre que confía en ti¡» (v. 13).

Ellos también nos dan la llamada de atención para que examinemos en qué terreno estamos sembrando y dónde gastamos nuestras energías, si a los pies de Jesús, como María de Betania, o en las cocinas de esta vida, alejándonos de él. «Marta, Marta, te afanas y preocupas por demasiadas cosas, solo se necesita una» (Lc 10,41-42). ¿Cuánto mal entendido ha suscitado la interpretación de este pasaje? Porque Jesús no reprueba la actividad de Marta, sino su actitud ante la vida. Jesús nos invita a no perder de vista el norte de nuestra entrega como creyentes, sea la actividad que desarrollemos: él. María es alabada por tener la auténtica actitud del creyente: «Sentada a los pies de Jesús, escuchaba su Palabra» (v. 39). Esta es la mejor parte, la única necesaria, el lote y la heredad del creyente, su copa de destino por la que cantamos con el salmista: «¡Me encanta mi heredad!» (Sal 15,5-6).

Pero, si estamos afanados en otras cosas, cómo podremos conservar la conciencia de su presencia y oír su Palabra. Y si no la oímos, cómo la entenderemos; y si no la entendemos, cómo la conoceremos y cómo la amaremos; y cómo entonces la transmitiremos. Ya decía san Jerónimo que quien desconoce las Escrituras desconoce a Cristo. ¿Y entonces? «Marta, Marta…». La experiencia de los años me dice que son tantas las cosas que nos pueden distraer. Y la mayoría de ellas nos las presentan bajo capa de bien: para la comunicación, la formación, las vocaciones, el progreso espiritual, la eficacia en el trabajo, la comunión, la sinodalidad… Pero, si somos veraces y auténticos con nosotros mismos, reconoceremos cuánto tiempo nos hacen perder en vano.

Cuando yo entré en la vida monástica —y no hace tanto de eso—, el contacto con el exterior estaba muy restringido. Ni radio ni tele, poco teléfono, algún periódico y del día anterior, una película por Navidad… Si tú no saltabas la tapia del monasterio y volvías al mundo, el mundo difícilmente entraba en el monasterio. El claustro era ese recinto heredado de la tradición que nos aseguraba un ámbito propicio para la contemplación. Y ahora, solo con darle a un botoncito tenemos el mundo entero en la pantalla del ordenador o en la del teléfono móvil. Y, así, es tan difícil alcanzar vida contemplativa. «Marta, Marta…».

María de Betania - Wikipedia, la enciclopedia libre

Este es el mayor peligro de los que hemos optado por una búsqueda más incesante de Dios. Los cardos y los abrojos del terreno nos hacen perder una visión nítida de nuestra situación vital. Sin darnos cuenta, poco a poco, en nuestra entrega y trabajos continuos, siempre bien intencionados, quedamos sofocados y caminando por vericuetos apartados del camino recto hacia Dios (Lc 8,7).

El contemplativo ha escogido la gracia de preferir lo único necesario, la perla preciosa. El tesoro escondido se le ha descubierto y él lo ha vendido todo para poseerlo. Cada día se nos ofrece un libro, dulce al paladar pero ardoroso al estómago que nos enseña el contenido de nuestra profecía (Ap 10,10-11). Solo tenemos que pararnos, hacer silencio y dejar hablar su Palabra. Ahí se nos muestra su verdadero y original rostro. Pienso que solo bebiendo de este manantial divino podemos descubrir su rostro en los hombres y mujeres que cada día nos crucemos en la vida. De lo contrario, corremos el riesgo de que, buscando el rostro de Dios, nos encontremos con nosotros mismos.

En esta línea, el mismo papa Francisco nos hacía caer en la cuenta, en su última encíclica Sobre el amor humano y divino del Corazón de Jesús, Dilexit nos, que no debemos reemplazar el amor de Cristopor demasiadas cosas «que terminan ocupando el lugar de ese amor gratuito de Dios que libera, vivifica, alegra el corazón y alimenta las comunidades […]. Solo su amor hará posible una humanidad nueva» (n. 219). Jesús hace una promesa muy clara y rotunda, que nos suele pasar desapercibida, a los que saben elegir la mejor parte: «No se la quitarán» (Lc 10,42).

Isaac de Nínive, para concluir, nos dejó escrito que el solitario establece su vida ante el rostro de Dios durante todas las horas, con la intención de sus pensamientos centrados en él y con su recuerdo guardado en el corazón. Por eso es «bandera de la esperanza de la Iglesia enclavada en el corazón de mundo» (Discurso 11). Porque con su vida de búsqueda incesante del rostro de Dios y mostrando una apacible belleza en todos los aspectos de su conducta, confiesa que hay una esperanza verdaderamente firme para los cristianos y toda la humanidad.

¡Hermano, hermana!, recemos cada noche antes de irnos a descansar el salmo Quam dilecta.

La parábola del sembrador - InfoVaticana

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