"Reiniciar nuestra lucha por seguir siendo humanos" Cuaresma: tiempo de fortaleza

"Cada tiempo litúrgico que se nos da vivir es un don, una oportunidad para retomar el camino, para dar nueva fuerza a nuestros pasos a veces vacilantes, cansados o desilusionados"
"Cuaresma es el 'tiempo favorable' (cf. 2 Co 6,2) para una batalla que quiere prepararnos a la Pascua, que es el paso de la muerte a la vida y no al revés, hacia una existencia más respetuosa de nuestra dignidad, de los demás y del mundo que nos rodea"
"Un tiempo que debe estar habitado por preguntas capaces de ayudarnos a renacer; de palabras que sondean el corazón, para revelárselo a nosotros mismos que muchas veces lo albergamos ignorando lo que lo habita"
"La Cuaresma y la Pascua nos recuerdan la necesidad de plantearnos siempre, sin cansarnos nunca, como individuos y como sociedad, estas sencillas preguntas: ¿Qué dejamos que nos domine? ¿Qué deseos tenemos en nuestro corazón?"
"Un tiempo que debe estar habitado por preguntas capaces de ayudarnos a renacer; de palabras que sondean el corazón, para revelárselo a nosotros mismos que muchas veces lo albergamos ignorando lo que lo habita"
"La Cuaresma y la Pascua nos recuerdan la necesidad de plantearnos siempre, sin cansarnos nunca, como individuos y como sociedad, estas sencillas preguntas: ¿Qué dejamos que nos domine? ¿Qué deseos tenemos en nuestro corazón?"
Cada tiempo litúrgico que se nos da vivir es un don, una oportunidad para retomar el camino, para dar nueva fuerza a nuestros pasos a veces vacilantes, cansados o desilusionados.
La Cuaresma es un tiempo de lucha, pero no como lo estamos haciendo nosotros. «Nuestra lucha», dice Pablo, «no es contra sangre y carne, sino contra principados, contra potestades, contra los gobernadores de este siglo de tinieblas, contra huestes espirituales de maldad» (Efesios 6,12). La Cuaresma es el «tiempo favorable» (cf. 2 Co 6,2) para una batalla que quiere prepararnos a la Pascua, que es el paso de la muerte a la vida y no al revés, hacia una existencia más respetuosa de nuestra dignidad, de los demás y del mundo que nos rodea.

Un tiempo que debe estar habitado por preguntas capaces de ayudarnos a renacer; de palabras que sondean el corazón, para revelárselo a nosotros mismos que muchas veces lo albergamos ignorando lo que lo habita.
Esto es lo que sugiere el pasaje del Deuteronomio donde Moisés justifica el camino del Pueblo de Israel durante cuarenta años en el desierto con estas palabras: «Para humillaros y probaros, para saber lo que había en vuestro corazón» (Dt 8,2). En el texto hebreo no está claro quién es el sujeto de ese “conocimiento”. Puede que parezca Dios, pero Él conoce nuestros corazones mejor que nosotros mismos. Es por tanto más probable que este verbo se refiera al hombre, que necesita tomar conciencia de lo que hay en su corazón, porque de allí, como enseña también Jesús (cf. Mc 7,21-22), brotan los pensamientos, las miradas y las acciones.
El corazón humano –que bíblicamente hablando indica no sólo la sede de los sentimientos sino también la conciencia y la dimensión interior del ser– es un gran contenedor de “palabras poderosas”, a las que hacemos espacio de manera más o menos consciente, dejándonos determinar. Son las palabras que se convierten en pensamientos y acciones. Palabras y acciones que hay que cribar para emprender la verdadera lucha, que debe dirigirse contra aquello que nos arrastra hacia el mal.
El primer domingo de Cuaresma escuchamos el pasaje evangélico, este año en versión lucana, donde Jesús se enfrenta a estas mismas palabras, dirigidas por el “diablo” (cf. Lc 4,1-13).
Surgen seducciones y seductores respecto a necesidades y deseos, que pertenecen constitutivamente al ser humano, que tienen legitimidad propia, pero que se prestan fácilmente a distorsiones y desfiguraciones.

Jesús se encuentra, en efecto, confrontado con la necesidad de alimento, con el deseo de autoridad, con la necesidad de protección.
Pero lo que es o podría parecer legítimo -el diablo, de hecho, motiva sus palabras citando las Escrituras- está colocado en una cima desde la que es fácil caer ruinosamente.
La satisfacción del hambre puede llevar, de hecho, a la alteración del orden natural (las piedras convertidas en pan), la autoridad puede llevar al abuso de poder (el prometido por el diablo), y la necesidad de protección a la búsqueda de espectacularidad y de visibilidad mundana (las hazañas asombrosas).
Jesús evita el peligro midiendo esas palabras con el rasero de las Escrituras y, al hacerlo, también nos muestra el camino. Éste es el camino de conversión que la Cuaresma nos invita a recorrer: exponer, discernir, cribar los pensamientos de nuestro corazón a la luz de las Escrituras.
En la celebración de la Pascua, hacia la que tiende el itinerario cuaresmal, este modo alternativo de habitar el propio ser y las propias necesidades está representado icónicamente por la acción de Jesús, por cómo afronta esos días intensos y convulsos que transcurren entre su entrada en la ciudad santa, el Domingo de Ramos (cf. Lc 19,28-44), y su salida en la tarde del día de Pascua, habiéndose convertido en el compañero anónimo de los dos discípulos de Emaús (cf. Lc 24,13-35).
Allí mismo, Jesús, con sus acciones más que con sus palabras, intentará mostrar la culminación de su lucha, diseñando y luego siguiendo una especie de vía de escape que vislumbra y con la que amplía el estrecho espacio donde las fuerzas del mal intentan coartarle para aniquilarle.

Inventa y señala esa otra dimensión del ser y del tiempo, única capaz de redimir la vida del aplanamiento de los propios deseos y necesidades, también de los propios instintos, que se transforma fácilmente en violencia contra los demás. Al entregarse en la mansedumbre, Jesús muestra no que la vida no tiene sentido, sino que tiene una dimensión ulterior respecto a la que estamos acostumbrados a ver: la dimensión de la eternidad, que no quita nada a la historia, sino que la humaniza haciéndonos intuir su dimensión escondida, esa otra parte de la realidad que da a los pensamientos que habitan en el ser humano la posibilidad de ser vividos para el bien y no para el mal.
Pero ¿qué sentido puede tener todo esto y qué ayuda puede ser en los tiempos complejos y difíciles, no exentos de elementos dramáticos y trágicos, en los que vivimos?
Puede recordarnos el punto desde el cual podemos reiniciar nuestra lucha por seguir siendo humanos: cuestionando los pensamientos que habitan en nuestro corazón y exponiéndolos a la luz de las Escrituras.
“Nuestras” batallas o combates, pequeños y grandes, entre individuos y entre pueblos, son siempre el resultado de una falta de vigilancia sobre los pensamientos que habitan en el corazón de nosotros, los seres humanos, de aspiraciones que se transforman en delirios, de deseos o necesidades que se convierten en absolutos, de ilusiones y sueños que se transforman en ensoñaciones, espejismos, quimeras…
La Cuaresma y la Pascua nos recuerdan la necesidad de plantearnos siempre, sin cansarnos nunca, como individuos y como sociedad, estas sencillas preguntas: ¿Qué dejamos que nos domine? ¿Qué deseos tenemos en nuestro corazón?
Y luego, de nuevo: ¿En qué espacios reducimos nuestros horizontes? ¿Somos capaces de percibir la otra dimensión del tiempo y de la historia, esencial para desactivar el poder, tantas veces inhumanos, que se esconde en nuestros pensamientos, sentimientos, actitudes...?
