Carta semanal del arzobispo de Madrid Apasionados por anunciar a Jesucristo
"Nunca puedes olvidar a los humildes y pobres, a los que tienen hambre y sed, a quienes están solos, enfermos o en la cárcel, a los que no tienen un lugar donde vivir"
Este mes de febrero celebramos la Jornada Mundial del Enfermo, en una fiesta entrañable de la Virgen María, Nuestra Señora de Lourdes. Somos para los otros: nuestra vida adquiere sentido si somos para los demás y muy especialmente para quienes están más necesitados. ¡Qué hondura alcanza la vida cuando uno sabe quién es, para qué está en este mundo y dónde encuentra la felicidad! No me extraña que, en los primeros momentos de la Iglesia, los apóstoles y los primeros discípulos se tomaran tan en serio lo que les había dicho el Señor, «Id y anunciad el Evangelio a todos los hombres», que salieran dispuestos hasta a dar la vida para que todos conociesen a quien es el Camino, la Verdad y la Vida. Con gran alegría, con una fe inquebrantable, llenos de esperanza a pesar de las dificultades que tuvieron, y con la fuerza inconmensurable del amor, salieron a decir a los hombres que habían encontrado lo que más necesita el ser humano. Todos habían experimentado la presencia de quien nos regala la Luz para caminar nosotros y entusiasmar a quien nos encontremos para que camine lleno de Luz.
Quizá quien mejor entendió esto fue la Virgen María. Por eso el Señor quiso que los apóstoles y todos los hombres la recibiésemos como Madre que alienta y quiere, y que, con su manera de estar al lado de Cristo, se convierte Ella misma en dadora de esperanza. Poned vuestra vida al lado de María, que es la señal luminosa elevada al cielo, tal y como nos señala Lumen gentium. Su vida y la nuestra brillan. ¿Por qué será que en María todos encuentran aliento y acogida, especialmente cuando aparecen en la vida sombras tristes de dolor? María es la que sigue nuestros pasos, es Madre y nos tranquiliza, nos lleva a la paz. Nos ofrece la serena certeza de que Dios está junto a nosotros, como lo estuvo a su lado, y con mano de Madre nos acaricia para percibir la certeza de Dios con nosotros, de Dios entre nosotros, de Dios a favor de nosotros.
Quiero acercaros a aquella turbación que María sintió cuando el ángel, en nombre de Dios, le pidió que prestara la vida. A Ella le vino la serenidad cuando le dijo: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra». ¿Sabéis lo que es caminar por la vida con esta certeza? Es lo que nos pide a cada cristiano desde el momento en que nos ha dado su vida por el Bautismo: que le demos rostro con nuestra vida, que todos perciban que Él es quien dirige nuestra existencia y nos hace vivir y hacer cosas admirables. Estos momentos de la historia requieren discípulos apasionados; es decir, sostenidos por la certeza de que Nuestro Señor cuenta con nosotros. Andemos sin miedos. Fiémonos del Señor que nos invita a hacer de esta historia un camino apasionante de compromiso, de entrega, de fidelidad, de pasión por anunciar que la vida del hombre es valiosa en el proyecto de Dios. Reconozcamos la altura, la profundidad y la belleza del mismo con estas palabras de san Pablo: «Él nos eligió en Cristo antes de la fundación del mundo para que fuésemos santos e intachables ante Él por el amor» (Ef 1, 4). Sí, con el amor multiforme de Dios, que se manifiesta en su variedad y riqueza en la vida de tantos cristianos que, en todas las partes de la tierra, muestran en sus rostros al verdaderamente Santo, Jesucristo. ¡Qué bien lo manifestó María! Acojámosla en nuestra vida para que nos enseñe qué es una entrega apasionada a todos los hombres, sin guardar nada para nosotros mismos. Somos de Dios y para Dios. Precisamente por eso somos para los demás y no para nosotros mismos. La entrega a Cristo ha de ser verificada en vuestra entrega a los demás. Qué bueno es experimentar en la propia vida que, cuanto más nos entregamos y más entregamos, más nos encontramos con nosotros mismos.
María ofreció la vida para entregar a este mundo un proyecto en el cual todos nos necesitamos. Amar al prójimo como a uno mismo, en estos momentos de la historia que tienen también sus tinieblas y oscuridades, sus sombras y desorientaciones, es el empeño más grande que hemos de tener. La cultura del encuentro de la que tantas veces nos ha hablado el Papa Francisco, y que es iniciada por Dios mismo, tiene una protagonista especial: María, la mujer que dijo sí a Dios, que puso todo lo que era a disposición de Dios para que este se hiciera cercano y visible a todos los hombres.
Contemplemos y regalemos lo que somos como discípulos de Cristo, siempre mirando a nuestra Madre. Como nosotros, una mujer que paseó y vivió en medio del Pueblo de Dios siendo testigo de las maravillas de Dios, tal y como nos dice Ella misma: «Proclama mi alma la grandeza del Señor». Somos también hombres y mujeres del Pueblo santo de Dios; nuestro gran título es ser discípulos de Jesús y poseer una Madre que fue testigo fuerte de la Vida de Cristo, quien pasó haciendo el bien, fue crucificado, murió y resucitó. Ella fue la mujer que, como buena Madre, mantuvo en los primeros momentos la comunión, proyectando la victoria del amor de Dios sobre todas las cosas, regalando la bondad de Dios manifestada en Jesucristo, mostrando el rostro de Cristo. Ella nos está invitando a que regalemos a los hombres de nuestro tiempo el mismo mensaje de esperanza que entregó Jesús: «No tengáis miedo».
El camino de la Visitación es la primera procesión eucarística que existió. Hoy los cristianos estamos llamados a hacer en este mundo esta procesión, llevando en nuestra vida la Vida de Cristo, dándola a conocer. Me atrevo a preguntarme a mí mismo y a cada uno de los cristianos de este santo Pueblo de Dios: ¿cómo es tu procesión?, ¿qué llevas para hacerla?, ¿por dónde la haces? El gozo que da contemplar a María atravesando el camino de la historia de su tiempo con Jesús en sus entrañas, es el que yo percibo con tantos cristianos: aman a sus hijos, son sus catequistas, hacen bien a sus vecinos, participan de la vida de la comunidad cristiana, ayudan a quien lo necesita y encuentran en el camino… Como en María, ningún miedo aparece en nuestra vida, vamos con la seguridad de que Dios está con nosotros y nos envía. En ese sentido, llevamos la vida que Cristo nos regaló en el Bautismo y por eso somos sagrario vivo del Dios encarnado en medio de los hombres.
Con esta convicción, a cada uno de vosotros, os invito a tres tareas:
1. Reconoce las maravillas de Dios en tu historia personal. Lo que hizo por ti, lo que te pide que tú hagas por los hombres.
2. Recuerda lo que nunca puedes olvidar. Nunca puedes olvidar a los humildes y pobres, a los que tienen hambre y sed, a quienes están solos, enfermos o en la cárcel, a los que no tienen un lugar donde vivir…
3. Asume este compromiso: eres un canto de Dios para los hombres. Muéstrate cercano a todos, regala la misericordia de Dios y convence a otros de que entrar en este proyecto de Dios merece la pena.
Con gran afecto, os bendice,
+Carlos, Card. Osoro
Arzobispo de Madrid