Protesta social en Colombia: que la compasión se apodere del sistema ¡No se puede callar ante un sistema que 'ningunea' a los pobres!
Esta semana ha sido agitada en nuestro país: la gente, aun sabiendo de los riesgos de la pandemia, se botó a las calles a protestar. Es verdad que ahora que los hospitales están a tope y que no hay UCI disponibles, salir en masa es un riesgo enorme, pero es que el pueblo es sabio y se da cuenta de que hay en las políticas del gobierno cosas más peligrosas y letales que el virus Covid-19.
En esta misma semana viví una experiencia que me hace también gritar ¡no se puede!, se las cuento aquí.
¡No se puede! gritábamos esta semana los colombianos y ¡no se puede! escribo aquí en este texto; sí, no nos podemos resignar a un sistema, no sólo de salud, sino de todos los servicios esenciales, que deja excluidos a los que no tienen dinero y que “ningunea” a los pobres.
¡No se puede! gritábamos esta semana los colombianos y ¡no se puede! escribo aquí en este texto; sí, no nos podemos resignar a un sistema, no sólo de salud, sino de todos los servicios esenciales, que deja excluidos a los que no tienen dinero y que “ningunea” a los pobres.
| Jairo Alberto Franco Uribe
Esta semana ha sido agitada en nuestro país: la gente, aun sabiendo de los riesgos de la pandemia, se botó a las calles a protestar. Es verdad que ahora que los hospitales están a tope y que no hay UCI disponibles, salir en masa es un riesgo enorme, pero es que el pueblo es sabio y se da cuenta de que hay en las políticas del gobierno cosas más peligrosas y letales que el virus Covid-19. Así que Colombia, desde el pasado 28 de abril, ayer 1 de mayo y todavía hoy domingo, salió a gritar ¡no se puede!
En esta misma semana viví una experiencia que me hace también gritar ¡no se puede!, se las cuento: encontré en la ciudad, Medellín, a un habitante de la calle que se quejaba desesperado de un dolor de muela y que, a alaridos, pedía auxilio. Viendo su situación, sin todavía comprometerme y cómodamente pensando que no tenía forma de ayudarle, le sugerí que llamara a alguien que conociera o a alguna institución de tipo social, y él, ya en el colmo de la desilusión, me respondió, y me lo repetía llorando - ¿a quién, a quién voy a llamar? Comprendí que era yo el que tenía que ocuparme de su situación. Y empecé a acompañarle en un viacrucis que se hizo bien largo.
Estábamos cerca a la Clínica Conquistadores y lo llevé allá: el personal de seguridad y los empleados del centro nos dijeron que no podían hacer nada por él; les pedí que al menos le dieran un calmante para su dolor y respondieron que era imposible, que tenía que ir a una farmacia y me indicaron una en esa misma calle. En la farmacia pedí que lo atendieran y me dijeron que sería bueno aplicarle una inyección para el dolor pero que, aunque tenían la medicina, no había servicio de inyectología y que se tenía que contentar con una pastilla, y le compré la pastilla con la esperanza de que apaciguara su tormento.
Cada vez que decían que no se podía, Rubén Darío, a ese punto yo ya sabía el nombre del muchacho, se agitaba más y más en su desesperación. En la farmacia me recomendaron que fuera con él a la Clínica de Occidente, cogimos un taxi y nos fuimos y lo mismo, allá nos dijeron que no podían atenderlo y que debía ir a otro centro y me recomendaron la Clínica Clofán y para allá salimos en otro taxi; la bendita Clínica Clofán resultó ser oftalmológica y no había atención sencillamente porque el caso era odontológico.
Me sugirieron entonces que lo llevara al Hospital General, otro taxi y allá estábamos; en el tal hospital entramos a ver si lo atendían y allá, increíble pero cierto, nos explicaron que “las urgencias están programadas sólo para después de las seis de la tarde” y tampoco lo atendieron. Buscamos entonces un consultorio particular y cuando lo encontramos, ya al entrar, nos dijeron que todas las citas estaban copadas y que ningún médico lo podía asistir.
Rubén Darío mismo, al que ya le había obrado la pastilla que lo sedó y estaba más tranquilo y podía razonar mejor, me animó a que no me preocupara más por él y me aseguró que se quedaría hasta las seis, sentado en el andén del Hospital General, y esperaría paciente a que lo atendieran. Le di mi número de teléfono para que nos mantuviéramos en contacto y para ver cómo le iba; al otro día, desde un teléfono alquilado, me llamó y me contó de más intentos fallidos para encontrar salud y de como por fin se habían apiadado de él en un humilde hospital del que no sabía el nombre.
¡No se puede! gritábamos esta semana los colombianos y ¡no se puede! escribo aquí en este texto; sí, no nos podemos resignar a un sistema, no sólo de salud, sino de todos los servicios esenciales, que deja excluidos a los que no tienen dinero y que “ningunea” a los pobres. Me llamaba la atención que la gente que nos atendía, los guardias que cuidaban las entradas, los policías que nos interrogaban, los empleados de la salud a los que preguntábamos, los taxistas que nos transportaban, sí, todos, se mostraban compasivos y sentían el dolor de Rubén Darío, pero ninguno podía hacer nada por él: las estructuras de los centros de salud lo excluían ya por su apariencia y porque no tenía una eps que lo respaldara.
Concluía que no basta ser bueno si las estructuras se oxidaron en indiferencia y negación; esto es un reto para la misión, hay que evangelizar no sólo a las personas sino a las mismas estructuras; el proyecto de Jesús, de vida abundante para todos, de comunión, de salud, comida, educación, agua, inclusión, vivienda, recreación, servicios básicos, dignidad y alegría etc. se tiene que cristalizar en nuestros hospitales, comandos de policía, escuelas, oficinas gubernamentales, cines, transporte público, centros comerciales, cortes, escenarios deportivos.
No basta tener cristianos buenos, necesitamos que la compasión se apodere de las estructuras de nuestra sociedad. Es escandaloso que, un país de mayorías cristianas, de gente que se dice católica, sea también uno de los países de mayor inequidad y exclusión.
Ah, otra cosa, cuando me despedí de Rubén Darío, me pidió un abrazo y se lo di con toda el alma y, les confieso, el abrazado fui yo: sentí su humanidad herida y su olor de calle y sentí que él era mío y que yo era de él, que su piel era la mía y que su corazón palpitaba al unísono con el mío y noté que Dios estaba en la estrechez que nos unía.
Por Rubén Darío también yo salgo a la calle a decir “no se puede”.
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