Semblanza de tres pontífices del siglo XX Pío XII, Juan XXIII, Pablo VI, tres estilos de Iglesia
Los pontífices de la Iglesia marcan fuertemente con sus rasgos personales el gobierno de la comunidad cristiana
Pio XII monarca solitario y austero
Juan XXIII, de una bondad que le brota de la sonrisa, de la seriedad simultánea y del exceso de carnes
Pablo VI, refinado en el hablar, denso, de una precisión desconcertante
Juan XXIII, de una bondad que le brota de la sonrisa, de la seriedad simultánea y del exceso de carnes
Pablo VI, refinado en el hablar, denso, de una precisión desconcertante
| Dumar Espinosa E. Mendoza Varela
Escribe Chenu el 7 de junio de 1963, con motivo de la muerte de Juan XXIII: “La observación es trivial, y el menor análisis histórico le da una evidente consistencia: los pontífices de la Iglesia marcan fuertemente con sus rasgos personales el gobierno de la comunidad cristiana..., el estilo de vida, el ritmo de la marcha, los dinamismos constitucionales quedan objetivamente penetrados por aquellos rasgos personales”.[1]
Desde esta perspectiva, se podría leer el siguiente artículo de E. Mendoza Varela publicado el 1 de septiembre de 1968 en el periódico El Tiempo, con motivo de la visita de Pablo VI a Colombia, que presenta una semblanza de Pío XII, Juan XXIII y Pablo VI. La breve descripción de la personalidad de los pontífices parece ser la descripción misma de la Iglesia que ellos gobernaron:
«Todavía conservo algunas hojas escritas al azar, en ferrocarriles y aviones. Hojas de viaje. Cuartillas de diario. El cuadernillo se ha ajado y descosido en parte. Pero quedan algunas impresiones, que no son meros herbarios. Y que desgloso para rellenar estos comentarios, sin añadirles nada, pero también sin suprimirles nada.
Abril, 1955, Roma.
A esta hora, pasada la medianoche, la Plaza de San Pedro, casi oscura, revela mejor las intenciones de Bernini. La cúpula, débilmente iluminada en su base, se pierde a medida que se curva contra el cielo. Han cortado el agua de las dos grandes fuentes, de estos sonoros platones que salpican a los turistas y a los peregrinos que, cada domingo, al mediodía, dirigen sus cámaras y sus gritos hacia la ventana del Papa. Sobre la gran mole del palacio pontificio, las formas renacentistas apenas se entrevén también entre la sombra. Es la una de la mañana. Y sólo arriba, en el vértice derecho del edificio, un rectángulo permanece iluminado. Es la ventana del estudio de Pío XII. El Papa trabaja, vela. Vigila a una grey incógnita, que se extiende por los cuatro costados del globo.
Pio XII es un monarca solitario, austero. Se hace fotografías con sus visitantes, en las cuales aparece distanciado siempre, magro, rodeado por un “círculo de permisión” del cual no pueden pasar sus interlocutores. Hace un año cuando participé en una de esas audiencias privadas. Con tres colombianos y unos cinco argentinos, tuve esa sensación inequívoca. A veces suelta casi un gracejo, una frase salpicada de humor. Pero no es siempre legítima. Es distanciadora siempre. El Papa, me han dicho, come solo. Se hace fotografías, con una paloma en la mano, con unos corderos blancos, cuando pasea por los jardines de Castelgandolfo. Es fina su figura, principesca. Tuerce el ojo derecho hacia adentro, bajo las gruesas gafas de oro, pasadas de moda. Pero subyuga. He visto a la gente desmayarse en la Plaza de San Pedro cuando sale a su balcón privado. O cuando va agitando las manos –y bendiciendo ocasionalmente- sobre su silla gestatoria, por en medio de la multitud que se apretuja y que grita: “¡Viva el papa!”. Mueve los labios, pronuncia entonces palabras que no se escuchan. Lleva una capa roja, de múrice, una capa bordada con oro, y teñida con los tintes de la antigua Fenicia. Cuando asistí a mi primera y única entrevista con él, Pío XII se quitó el solideo, tomó uno nuevo que llevaba una dama argentina entre un estuche blanco y sobre una bandeja de plata. Lo usó unos momentos. Se lo quitó y lo entregó humildemente, pero con la subconciencia, tal vez, de quien entrega una reliquia. Pío XII, parece un Papa admirable por muchas cosas. Pero es discretamente precavido, casi teatral en ciertos ademanes. Roma le quiere, como quería a sus papas en el siglo XVIII, cuando Gioacchino Giuseppe Belli, les hacía sonetos punitivos y el populacho los saludaba con sandeces y vulgaridades cariñosas. Tal vez, dentro de veinte o treinta años, se pueda hacer el balance de su largo reinado. Que aún durará, sin duda. Pío XII, es un legítimo pastor. Pero sin dejar de ser, por ello, es claro, el Príncipe Pacelli.
Octubre, 1962.
-Ayer después de cuatro años, regresé a Roma. En la frontera los guardas, al ver mi pasaporte sin visa, me confundieron con un “prete”, con un clérigo de estos que cruzan las fronteras y se dirigen a la instalación del Concilio Vaticano II… Menos mal, porque se me obviaron algunas dificultades. Cuando el ferrocarril cruzaba por la llanura de la Umbria, bajo su luminosidad agresiva, los cipreses, la lejana ceja del Lago Trasimeno, -donde Francisco hablaba con los peces- me revivieron mis verdaderos días de Italia… Perugia y Asís, Todi y Spoleto, Bubbio y la campiña etrusca. Los lienzos de Pinturicchio, los frescos de Fray Filippo, las madonas dulzarronas del Perugino que ya anunciaban a Rafael. El vino de Orvieto, las muchachas en la vendimia. La Universidad, los cursos sobre Dante…
Al mediodía, se ha instalado el Concilio Vaticano II, en San Pedro. Una milagrosa tarjeta azul, me concedió el privilegio de sentarme en la tribuna de la prensa. Fastuosidad y sobrecarga en el lujo. Nunca me ha gustado esta basílica. “La horrible enormidad de San Pedro” que decía Side. Todo excesivo, todo superior a las dimensiones del hombre. Pero las mitras, los ornamentos, los hábitos de monjes y prelados, son otra cosa. Me recuerdan aquellos viejos grabados que reviven escenas de Trento o de Nicea. Entra el Papa. No lo conocía sino a través del cine y la prensa. Recuerda evidentemente, a Julio II, acaso en su perfil un poco a Alejandro VI, aquel que retrató el Pinturicchio, con un fasto casi oriental, en los apartamentos Borgia del Vaticano… Juan XXIII es un papa del Renacimiento. Paradójicamente lleno de humildad. De una bondad que le brota de la sonrisa, de la seriedad simultánea, del exceso de carnes. Recuerdo que Cervantes habla de cierto ventero, “que era muy pacífico porque era gordo”. Anotación de una agudeza poco común. Este nuevo vicario de Cristo, inclusive, lleva aquella capucha –no se su nombre en este momento- que usaron los pontífices Barberini, Medici, Farnesio y tantos otros. Suena el órgano poderosamente. Pocos espectáculos tan subyugantes, porque nos conducen a otros siglos, a otro mundo ya casi cancelado. Los cardenales y los obispos, los superiores de comunidades. Los dignatarios, los guardias, los hombres de Estado, los escritores, todos se levantan al paso de ese hombrecillo, robusto y pequeño, que mueve una mano regordeta para distribuir su saludo y bendiciones…
Noviembre 3, 1962.
-Audiencia. Cerca de veinte personas. El Papa, saluda uno a uno a sus visitantes. Cuando me inclino y oprimo su mano almohadillada, experimento una emoción que no puedo ocultar a pesar de todo. La figura magra, aristocrática de Pío XII, no me dio nunca la sensación ruda y, sin embargo, supraterrenal, de este campesino elevado al solio de San Pedro. Orejas muy grandes. Bolsas bajo los párpados. Nariz aguileña pero burda. Y una mirada que podría decirse cansada, pero que es dulce y convincente. Cuando salgo a la plaza, después de cruzar el “cortile” de San Dámaso, valoro toda esta arquitectura con otros ojos. Las columnas y las esculturas de Bernini –fasto, orgullo, grandeza- me parecen poca cosa, ante la emanación vital de este Giuseppe Roncalli, que ahora se llama Juan XXIII. Le eligieron en un “impasse”. Para dar solución a una controversia del Cónclave. Y se ha convertido, con humildad y certeza, en uno de los grandes pontífices de este nuevo renacimiento.
Septiembre, 1957, Milán.
-Un amigo me introduce en el palacio del señor Arzobispo. No es siquiera un cardenal. Pero su prestancia viene de Roma, desde sus días en que fue uno de los confidentes de Pío XII. Se llama Juan Bautista Montini. Su acogida para mis compañeros y para mí, no sólo me parece cordial, sino calurosa. Tiene una silueta profundamente italiana. Habla de arte. Mucho de pintura, de arquitectura renacentista, de literatura. Se extiende sobre el barroco. Algunas preguntas sobre América Latina y sobre Colombia, que sólo puedo absolver por referencias, porque hace justamente cuatro años que salí de mi país. El arzobispo Montini, es hombre cordial, tranquilamente efusivo. Le interesan todas las formas de la cultura. Es refinado en el hablar, denso, de una precisión desconcertante. Me habla de cierto cuadro de Mantegna. Me recomienda detenerme en él, cuando visite la galería Brera. Una taza de té. Y salimos de esta grata entrevista, cuando atardece en un otoño de todos los colores.
1968.
-Diez años después, Juan Bautista Montini se llama Pablo VI. Entre el arzobispo de Milán, con quien intercambié unas cuantas frases, durante unos largos minutos, y el Pontífice que ha llegado a Bogotá, asediado por las aclamaciones de dos millones de gentes, no hay en apariencia, mucha distancia. Ahora, apenas le he visto de lejos. Parece más frágil, pero más admirable. La muceta roja, la sotana blanca, no han cambiado aquella imagen del arzobispo de Milán, señor Montini, en aquel crepúsculo milanés de 1957, que se apagaba en ascuas sobre las agujas del Duomo».[2]
[1] Chenu, Marie-Dominique. “Un pontificado ha entrado en la historia”. En, Témoignage Chrétien. El Evangelio en el tiempo. Ed. Estela. Barcelona. 1966. Pág. 179.
[2] E. Mendoza Varela. “Boceto para tres obispos”. En, Lecturas Dominicales. El Tiempo. Bogotá. Septiembre 1 de 1968. Pág. 4.
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