Con el "móvil" a la oreja ¿se vive mejor?

Acabo de oír a un comentarista de actualidad que el “enanismo moral” es un rasgo distintivo de los tiempos que vivimos. Y no es que me haya causado sorpresa oírlo, ya que, desde hace mucho, pienso que el óxido o desgaste de las instituciones no se halla tanto en ellas (es necesario que se adapten y actualicen, claro, para seguir siendo viables) cuanto en la “poca talla” humana de los llamados –por la naturaleza o por otras razones- a llenarlas o dirigirlas. No me he sorprendido, pero el comentario ha dado pie a que mis reflexiones hoy prefieran esta realidad a otras igualmente mordientes del día.

El “raquitismo moral”, que alimenta y mima la cultura post-moderna que se gesta y luce pomposamente en esta sociedad líquida, es uno de los patrones sustantivos y de los signos identitarios del hombre y de la mujer post-modernos. Ya no se juega a ser modernos, sino a ser “reconstructores” de la modernidad.

Tengo pocas dudas al respecto.
La escala de los valores acuñados por la Ilustración racionalista y liberal y soñados por generaciones y generaciones de hombres y de mujeres -entusiastas y crédulos en una eviterna “edad de oro” de la humanidad, en que los hombres fueran super-hombres y las mujeres, semi-diosas-, contra el pronóstico de la propaganda, se ve superada, y a la vez casi periclitada, por una ola de irracionalismo en primer lugar, de una frivolidad mayúscula y enterramiento prematuro de todo o casi todo lo que esté algo más de las propias narices.

Como dice Ortega y abona la experiencia que vivimos, una cultura de divinización de los instrumentos se “ha cargado” –por el momento al menos- la natural y lógica cultura de fines; la cultura que hizo del hombre por siglos y siglos un perenne creador de futuros –la condición “futuriza” del hombre, del sano humanismo liberal y cristiano-, para hacer de él (de los que encarnan y creen encarnar ese “ideal” utópico del hombre post-moderno) un sorprendente paradigma de regresión al” salvaje.”

Y no es pesimismo hablar del “cretinismo moral” del hombre post-moderno. Con la “deconstruicción” postmoderna –a lo Derrida o Foucault-, la sociedad y el mundo han dejado de ser “sólidos” para caer en una “degeneración galopante” en que los auténticos valores –de a verdad, la justicia, la libertad, la religión, el deber, la palabra dada y bien plantada…- se han vaciado de contenido sólido para llenarse de otro liquido o ya tal vez gaseoso, al que no le espera otro porvenir que el del “vacío” y seguramente también la “nada”
¿No es acaso nihilismo lo que, en el fondo, preside esta post-cultura?
¿No se anunció ya, con tiempo, que –en el declive de los valores como la familia o el matrimonio o el buen sentido o la libertad responsable o la verdad sin media o cuarta parte de verdad tiene mucho más que ver la “poca talla” de los candidatos que la oxidación o enfermedad de las instituciones?
¿No denunciaba ya Carlos Cano, en su Metamorfosis” , el “tiempo de los enanos y los liliputienses?.

No es pesimismo, insisto; que no soy pesimista. Pero, para ver este general declive –a todo nivel, a pesar del progreso y de la técnica, o quizás por el progreso que idiotiza o una técnica que descubre adictos insalvables- no hace falta dárselas uno de pesimista. Es una realidad que entra por los ojos y que –a pensadores de primera fila actual, como Jürgen Habermas y otros de gran calado y peso en el pensamiento moderno y no son creyentes, les impulsa irrepremiblemente a dar la voz de alarma; por si –creyéndonos en la era de la ciencia absoluta- estuviéramos en los prolegómenos inmediatos de la absoluta inanidad.

Y no es tampoco afán de incordiar o atosigar a nadie con moralinas religiosas o de otra índole, que también las hay. Ya el gran poeta que fue A. Machado –un infatigable buscador de Dios y de los valores perennes toda su vida-, con la pericia y clarividencia que le son propias, en uno de sus Proverbios, tan corto como evocador de realidades actuales, dice algo tan evidente como esto: ¡Qué difícil es, cuando todo baja, no bajar también!”.

Que lo del “cretinismo moral” –en estos tiempos- no es pesimismo sino realismo al más puro estilo.
¿Con el “móvil” a la oreja sin dejarlo de la mano un instante, signo inequívoco del progreso y exponente de adicciones posibles ¿se vive mejor?. Yo no lo sé; tampoco me lo creo. Pero lo que sí sé es que es otra muestra, una más, de la indicada verdad de Ortega en los primeros compases de El Espectador; del afán morboso y post-moderno por una “cultura de medios” y no de “fines”, como debiera ser si los tiempos fueran de razón y sensatez.

SANTIAGO PANIZO ORALLO
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