2 de Noviembre, Dia de Difuntos ©
La conversación de los fetos comienza cuando el hermano descreido (D) le pregunta a su gemelo (G):
─ ¿Tú crees que habrá vida después de que dejemos ésta de aquí?
Y éste le responde:
─ Por supuesto, ¿qué te crees tú? Nuestra vida aquí está pensada sólo para que crezcamos y nos preparemos para la vida de después del nacimiento. Para que seamos lo suficientemente fuertes ante lo que nos espera.
D.-: Mira, yo lo encuentro una tontería. ¿Cómo puede uno imaginarse una vida fuera de aquí?
G.-: Tampoco lo sé. Pero tiene que ser mucho más interesante. ¡A lo mejor vamos andando de un sitio a otro y comemos con la boca!
D.-: ¡Anda ya! ¡Comer con la boca! ¡Qué idea tan absurda! Para alimentarnos tenemos el cordón umbilical. ¿Y andar de un lado para otro? ¿Cómo vamos a andar de un lado para otro con este cordón?
G.-: Pero seguro que eso es posible. Sólo que todo será diferente que aquí.
D.-: Todavía nadie que haya salido de aquí ha vuelto. Cuando salgamos se acabará la vida y desapareceremos
G.-: Desde luego, yo no sé imaginarme una vida después del nacimiento, pero seguro que entonces veremos a nuestra madre.
D.-: ¿¿Quéeee...?? ¿Una madre?? ¿Tú te crees eso de que hay una madre? Entonces hazme el favor de decirme, ¿dónde está?
G.-: Bueno, aquí y en todas partes. Nosotros vivimos en ella y gracias a ella. Sin ella no podríamos existir.
D.-: ¡Anda ya! Yo nunca he visto ni he sentido a esa madre, así que no existe.
G.-: Algunas veces, cuando estamos muy calladitos, la puedes oír cantar. O sentimos que acaricia nuestro mundo. En serio, yo creo que nuestra vida, la verdadera, empezará cuando salgamos de aquí.
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Esta historieta es muy apropiada para el Día de Difuntos, fecha en que el recuerdo de nuestros deudos también nos provoca la reflexión sobre la muerte. Sobre la nuestra, esa que creemos lejana... puesto que, como ya sabemos, "son otros los que se mueren y no nosotros".
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De siempre me ha extrañado lo fácil que es imaginarnos el final de la vida como una irremediable condenación a desaparecer, no ya en cuanto materia perecedera sino del todo, de la historia y hasta del recuerdo de los nuestros que se difuminará en los nietos, si los tuvimos. ¿Adónde va a parar esta vida en la que tanto nos esforzamos? ¿adónde el agradecimiento del bien recibido y el pesar del tiempo perdido? Y ese amor y ese dolor que se apoderaban hasta adentro de nuestros huesos. Vivencias inolvidables incluso para después de muertos....
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Polvo somos y al polvo del olvido hemos de volver. (Gen 3, 19)
Por descontado. Pero ¡qué cosa tan rara! No puedo entender que aparezcamos en este mundo con existencia, inteligencia y protagonismo... para acabar en pudrición. El duro espectáculo de la muerte. Pero que el misterio del morir nos atemorice hasta el horror, a mí se me hace de lo más estúpido que se pueda imaginar. Porque resulta mucho más temible preguntarse sobre el porqué de haber nacido, de ser únicos para 'usar' del mundo y del tiempo.
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Me pregunto de nuevo: ¿Hay vida después de ésta que se escapa? Apoyados en tal realidad metamos en un cajón a los filósofos y sus escuelas, a los faraones, a los astrofísicos y, desde luego, todos los menús religiosos de la historia humana, para abrazar el cristianismo en tanto que herederos de este Occidente que se rindió a sus enseñanzas. Sí, rendido al cristianismo, desde que la Roma Imperial lo escogió para sustituir la barahunda de importaciones. Y fijémonos que no es fe tan complicada pues que para gozarla, aquí y después de aquí, solo se nos pide que creamos en Jesús, el Cristo, en tanto que Dios mismo hecho hombre. Sólo eso, que creamos en sus revelaciones y en su promesa de resurrección.
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Y esto nos lleva a que el hombre era necesario en la escala de las cosas creadas, visibles e invisibles. Por capaz de asombrarse y anonadarse ante el Universo. Esto es, más o menos, ese llamado Principio Antrópico –enunciado hace unos cien años- y que hoy la astrofísica y la astronomía coinciden en señalarnos, al hombre, como única criatura capaz de ennoblecerse admirando la inmensa gloria de su Creador.
Cualquiera con una mínima inquietud se ha de preguntar ¿para qué tan grandioso alarde, repleto de maravillas, si fuese para desaparecer inadvertido? Desaparecer en sí mismo dentro de miles de millones de años, sin una superior razón de ser. ¿No nos parece una tontería? ¿Cuál es el camino para que con nuestro mirar alcancemos la luz del entendimiento? Parece burla que la aplastante majestuosidad y belleza de la creación no nos libere de esta oscuridad existencial.
Hay que saltar de la sensación, puramente animal, a la deducción y el raciocinio. Porque ¿qué sentido tendría el pasar por la vida sujetos a sólo las necesidades primarias? Sería limitarnos a nuestro soporte animal, mecánico, y desertar de la inspiración -y aspiración- inmortal que nos eleva poderosa hacia el Gran Autor, principio y fin de todas las cosas. Esa fuente de Vida y de Luz -"luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo" (2)- al que los cristianos llamamos -¡también!- Padre. ("A nadie queráis llamar padre sino a Dios que está en los cielos.") (3)
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Una apuesta para ganar
Muchas veces hasta parece que todo fuera un sueño, una fantasía virtual. Pero no. Hay mucho más que fantasía, hay realidades; hay más que deseos, hay esperanzas. Sin embargo, estas realidades son de tal categoría, su razón de ser tan seductora que no queda resquicio a la huida de lo que nos reclama el entendimiento que, por esas inquietudes se siente vivo, y a este vivir le busca su porqué y su objeto. Premio gordo que no toca a todos como así se desprende de las dudas del propio Cristo: Muchos son los llamados y pocos los escogidos.(4) Consideraciones repetidas desde los más remotos tiempos, razas y civilizaciones. Y parece que después de repasar miles de respuestas -sí, miles- sólo un hombre en la historia, Jesucristo, nos dio en Él la clave cuando nos respondió: Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Quien me sigue no anda en tinieblas. (5)
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─ Francamente, tengo dudas después de todo... – dirá el descreído. -Me es difícil pensar que haya vida tras la muerte. No lo entiendo y por tanto no lo creo.
─ Bien. Adoptemos, entonces, la más egoísta y práctica decisión: Juguemos a las apuestas.
─ ¿Apuestas...? ¿Habla usted en serio?
─ Sí, claro. Esa apuesta que nos propuso "aquel nazareno" cuando dijo que quien le creyera, quien apostase la vida por Él, sería recompensado con el ciento por uno, aquí en la tierra y, después, con la Vida Eterna. (6) ¿Conoce esto?
─ Conozco que eso es lo que dijo, pero no digo que lo acepte.
─ Bien, a eso voy. Partamos de la promesa reina de nuestra fe, esa que dice: "Yo soy la resurrección y la vida; el que crea en mí, aunque haya muerto, vivirá." (7) E imaginemos que Jesús resultara una mentira, que no fue Dios encarnado y su promesa un imposible. Entonces el descreido, usted por ejemplo, que no apostó por Jesucristo, al no resucitar no perdería nada: no hay Dios, no había promesa válida de continuidad tras la muerte. Mas, si resultase que sí que era Dios entonces sus promesas se cumplen. Y los que se desprendieron de su suficiencia y sí creyeron en Él, serán sus beneficiarios. Mas, por el otro lado -¡qué horrible predicción!-, las consecuencias de no apostar, de no creer en Él, serán horrorosas: el fracaso total. Luego, hay que apostar para ganar, y no para perder. Apostar con toda la fe posible, entusiasmada en nuestro Dios hecho hombre que sólo pide nos la juguemos en Él, con Él y por Él.
"Porque no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres, por el que podamos ser salvos, que el de Jesucristo." (8)
También por el que podamos ser entendibles, nosotros y el universo entero. De aceptar esta respuesta se desprende enseguida un valor extraordinario para la vida. Es lógico en el hombre, contemplador y único amante de la grandeza que refleja, el preguntarse qué utilidad tiene ese escenario inigualable en el que tal vez seamos las únicas criaturas –exceptuados los ángeles-, aun desde nuestra fragilidad capaces de admirar, describir... y amar.
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Un universo visible e invisible que no podremos entender y menos justificar con la sola química, ni con la física, ni con la astronomía. Porque, la primera, solamente nos dirá sus componentes (¿y eso para qué nos sirve?); la segunda, se limitará a describir sus energías, moléculas, átomos y subpartículas (¿y eso para qué sirve?); y, la tercera, situará los astros en el espacio y les pondrá nombre. ¿Y de qué nos servirá? Sólo, si acaso, para describirlo. Pero el conocimiento que de verdad importa, lo que de verdad sirve, es el saber para qué fue hecho, por qué existe. Y en ese objeto sólo nos vale la filosofía. Y de todas las propuestas razonables la que más convence es que existe para mostrarnos al Autor... ¡que tambien nos creó a ti, a mí y a todos!
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Con el mismo razonamiento que aplicamos a la grandiosidad del universo podemos hablar de la vida del hombre que apenas dura un relámpago. Sería igual de inocuo quedarnos en los límites naturales del nacer, crecer, multiplicarnos y morir. Lo que no deja de ser una interpretación cobarde. El conocimiento que nos vale está en deducir que en el ser humano hay un componente que no pertenece a la sola materia. Un componente, esencial, que nos señala, y con qué fuerza, un origen y un destino distintos y superiores al soporte físico. Que de su amalgama químico-física, espiritual e intelectual se deduce un algo único que nos sugiere esperanzas infinitas.
Así que, por estas reflexiones que brotan de la intuición sobre nuestro diseño, es que pienso que la vida no acaba en lo que llamamos muerte. Que 'El Dia de Difuntos' no es sólo para tristeza de perdedores sino para afianzamiento de bellísimas promesas de ganadores. Afianzamiento que nosotros aseguramos en la fe. Como afirmaba el pequeño gemelo a punto de nacer. Y ya que nos sorprendía sintiendo una madre que acariciaba su mundo de neonato, me permito terminar:
Santa María, madre de Dios,
ruega por nosotros, pecadores,
ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén.
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1.- 1Co 2, 9
2.- Jn 1, 9
3.- Mt 23, 9
4.- Mt 22, 1-14
5.- Jn 14, 6
6.- Mc 10, 28-30
7.- Jn 11, 25
8.- Hch 4, 12